Hace un par de semanas en una entrevista para el diario italiano La Stampa, Umberto Eco cimbró a la
opinión pública global con una carga de profundidad al declarar que las redes
sociales le han dado el derecho de hablar a “legiones de idiotas” que se
sienten “portadores de la verdad” pontificando sobre prácticamente cualquier
tema con la misma pretendida autoridad intelectual de un premio Nobel. Como era
de esperarse, además de generar una intensa polémica, el autor de El nombre de la rosa fue sentenciado al
escarnio público por esas mismas huestes que criticó con dureza.
Si bien sus palabras hicieron blanco justo en el centro de un fenómeno
cada vez más frecuente y preocupante como lo es la presteza de las redes
sociales para elaborar y difundir juicios poco sustanciales fundados en
información tergiversada o tendenciosa, lo cierto es que también plantean entre
líneas un debate en torno a los alcances de la libertad de expresión como punta
de lanza de lo que podría considerarse como la democratización del conocimiento
y de la propia información, que ha dejado de procesarse en las mesas de
redacción de la prensa, en las oficinas de alguna agencia gubernamental o en
los cubículos universitarios. Ahora es creada, modificada o inclusive eliminada
en línea por comunidades virtuales de aficionados -que no necesariamente
expertos- a diversos temas.
Lo anterior ha propiciado la creación de una multiplicidad de versiones
de la realidad que lejos de cultivar el conocimiento y nutrir a la opinión
pública lo distorsionan y la confunden, respectivamente; amén de fomentar una
especie de absolutismo moral desde el cual también se juzga y condena a todo
aquello que no comulgue con los valores de la versión de la realidad escogida.
Esto último es lo que ha sucedido recientemente en México con el
lamentable fallecimiento de Jacobo Zabludovsky, personaje con claroscuros -como
sin duda los tienen todos aquellos que han participado en la arena pública-
pero ineludible en las futuras reconstrucciones históricas del México
contemporáneo.
Apenas un somero asomo a las redes sociales es suficiente para notar
cómo ese fenómeno denunciado por Umberto Eco se ha reproducido fielmente:
cientos de usuarios de Facebook y Twitter formulando juicios ligeros y poco
informados sobre un periodista que fue simultáneamente obra y artesano de su
propio tiempo.
No se adelante el lector a concluir que el resto de las líneas de este
texto son una apología de Zabludovsky en contra de las huestes de portadores de
la verdad que lo han acusado de manipulador de la verdad y vocero oficioso de
gobiernos poco o nada comprometidos con la libertad de expresión y la
democracia, porque no es la intención; como tampoco lo es aportar combustible a
la pira en la que su tribunal inquisitorio ha decidido condenarlo.
Más bien la intención es invitarlo a colocar al personaje en su tiempo
histórico y formarse una opinión informada y equilibrada. Es cierto que como el
único comunicador de alcance nacional en la etapa embrionaria de la televisión
hizo mutis en muchos acontecimientos informativos; pero también lo es que desempeñó
un rol fundacional en el periodismo profesional cuya enseñanza se instituyó a
nivel universitario hacia los años cuarenta.
Por otra parte, la relación entre el periodismo y el poder tiene dos
facetas: una de fiscalización y denuncia de los excesos de los gobernantes y
otra de contubernio y ocultamiento de la información. A lo largo de su extensa
trayectoria Zabludovsky conoció de cerca esas dos caras y fue precisamente su
sensibilidad para identificar el momento de cambiar y su capacidad para
rectificar, lo que lo mantuvo vigente hasta el momento de su partida.
Difícilmente habrá entre los cientos de sus inquisidores alguno que
tenga esa habilidad y talento.
El Imparcial 05/07/2015