Y sí, como comentaba en el post anterior, ahora escribo periódicamente en un diario local un artículo de opinión política, que en la medida de lo posible intento que sea de análisis. Aunque también ahora por cuestiones laborales debo viajar con cierta frecuencia y en muchas de esas ocasiones he tenido que escribir mis textos aprovechando los habituales retrasos en los vuelos de regreso hacia la Ciudad de México.
De modo que en cierta medida me he convertido en eso que tanto criticaba: un vil escribidor de aeropuerto.
Y aunque ya me acostumbré a ser un desconocido articulista local, de vez en cuando me publican en un espacio de opinión en un diario de circulación nacional, por el favor de un buen amigo que también piensa -el pobre- que escribo bien,
Y como decía mi abuelita "hay que presumir cuando se puede".
Pues bien, les presumo esos textos a modo de justificación del abandono de esta atalaya de pendejadas y asuntos sin importancia.
Pepe el Toro ¿es inocente?
¿Estado fallido? No. Gobiernos con fallas
El tejido social
Narcotráfico y violencia
Estupideces sin sentido
El título lo dice todo
29 nov 2016
Acerca de las huellas
Llego a este espacio como quien llega nuevamente a la casa que dejó hace muchísimos años, cuando por determinadas circunstancias tuvo que alejarse; es decir, vengo a reconocer mis letras, a revisar que todo ha quedado igual desde la última vez que estuve aquí y -parafraseando a Hannah Arendt- a remover el polvo acumulado durante todo este tiempo por la montaña de escombros de lo que fueron aquellos pilares.
No sobra decir que también llego hasta aquí robándole unos minutos a mi tiempo godinezco (para quienes me leen provenientes de otras latitudes -por extrañas, curiosas y hasta cómicas razones este espacio y su autor son leídos desde otras partes del mundo- lo "godinezco" hace referencia al estilo de vida de los oficinistas que abarrotan los espacios de trabajo de los grandes corporativos en las zonas urbanas, caracterizados por su pusilanimidad, falta de conciencia crítica, frivolidad y precariedad económica), siempre demasiado escaso.
La razón de esta vuelta es que en días recientes distintas personas, en distintas circunstancias, me han hecho reflexionar acerca del hecho de que mis estupideces no lo son del todo, porque en algo las encuentran interesantes y, en los casos más patológicos, hasta aleccionadoras.
Y yo que cuando abrí este espacio pensé que nadie lo leería y que mis textos, además de ser un divertimento personal, eran también una forma de terapia para aliviar dolores de juventud que vistos a la distancia de mi chavorruqez (para los de fuera, va la definición; chavo ruco: dícese del individuo de más de treinta años que aun comete las mismas idioteces de cuando tenía veinte) eran puras payasadas que me ayudaban a construir la pose de intelectual incomprendido y pretencioso.
Ahora que me encuentro con personas que me dicen que me han leído y que les gustaba lo que leían, siento que no soy tan malo en esto del oficio de la escribidera. O quizá sí lo soy y esos lectores son más bien unos legos que no saben diferenciar un artículo de un pronombre; o al revés, son unos refinadísimos intelectuales que saben apreciar la prosa alternativa y las ideas contestatarias.
Porque lo cierto es que ahora también escribo de manera formal, para un mundialmente desconocido diario local. Pero ahí, por culpa de la editora, no puedo ser tan genuino (mala leche, dirían algunos; insensiblemente socialista, dirían otros) y debo autocensurar mi estilo.
Como sea, lo importante es que he venido aquí nuevamente como quien regresa al punto de partida. Y en este retorno es inevitable observar a través de las letras el contraste entre el antes y el ahora de mi temas y preocupaciones.
Antes me importaban tópicos trascendentales como el Ser y la Nada, Dios y el Tiempo; ahora me preocupan las rebajas del Cyber Monday, los informes semestrales, el outfit para el brindis de fin de año y el final de Gilmore Girls en Netflix.
Antes era pretencioso, ahora soy frívolo. Pero así y todo, intentaré reivindicarme animado por las buenas opiniones que he escuchado recientemente. Porque parece que en algunas personas he dejado alguna especie de huella y les pido perdón por eso.
No prometo nada. Pero intentaré venir aquí más seguido.
14 ene 2016
Legalizar o no legalizar, ¿esa es la cuestión?
El amparo concedido por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia
de la Nación a la Sociedad Mexicana de Autoconsumo Tolerante y Responsable
(SMART) para consumir marihuana con fines recreativos ha conferido seriedad y
relevancia al debate en torno a la legalización de las drogas como mecanismo
neutralizar los índices de violencia y criminalidad asociados al narcotráfico
en México.
No obstante, más allá del dilema de legalizar o no la producción,
comercialización y consumo de marihuana, que es la única droga que ha suscitado
una suerte de frente común internacional en contra del prohibicionismo
gubernamental, hay una realidad más compleja. Y es que, en efecto, el
narcotráfico y la drogadicción son dos problemas que pueden ser enfocados desde
múltiples ángulos de los cuales, a su vez, surgen múltiples explicaciones e
igualmente múltiples intentos de solución vinculados todos ellos a la
prohibición y al combate punitivo, pero apenas muy poco a la prevención. En
este sentido es muy atinado el diagnóstico de Pablo Girault, integrante de la
asociación amparada por la Corte, cuando afirma que “la política
prohibicionista no ha generado ni un solo bien, sino muchos males, incluyendo
más de 100 mil muertos, 70 mil desaparecidos, 270 mil desplazados (…) El tema
de fondo no es si podemos fumar marihuana o no… no quiero que me lo diga el
Estado, sino yo decidirlo” [El Universal, 05/11/2015].
De modo que un paso previo al dilema de la legalización o no de las
drogas y a su respectivo debate es diferenciar claramente entre narcotráfico y
drogadicción, pues aunque son problemas vinculados cada uno precisa
tratamientos diferenciados; amén de que tener clara la distinción ayuda a
elevar el nivel argumentativo del debate y evitar dislates tan lamentables como
el del subsecretario de Educación Superior de la SEP, Salvador Jara, quien
haciendo gala de su doctoral desinformación declaró hace poco que las “elites
empresariales o gubernamentales” y no el Poder Judicial serían las que
decidirían sobre el amparo a SMART.
Así pues, en el caso de la drogadicción la cuestión no es si la
legalización elevará los índices de adictos, agravando con ello un problema de
salud pública, sino adicionalmente a la política de prohibición qué ha hecho el
Estado para evitar que dichos índices crezcan. A juzgar por las estadísticas
parece que muy poco, pues según datos de la encuesta más reciente sobre
adicciones publicada en 2011, el consumo de drogas ilegales en México se
duplicó en una década al pasar de 0.8 a 1.5% entre personas de 12 a 65 años de
edad. Pero no sólo eso. Según estimaciones de especialistas en salud pública de
la UNAM, el consumo de marihuana ya supera al del tabaco en 18 estados del
país; además de que la edad promedio de consumo ha disminuido de los 15 a los
12 años de acuerdo con información recabada por Instituto para la Atención de
las Adicciones de la Ciudad de México (IAPA). Estos datos obligan no sólo a
reflexionar sobre la eficacia de las políticas de prevención, sino a
preguntarse algo todavía más básico que es porqué las personas se están
drogando a edades más tempranas, cuáles son las causales del entorno social,
familiar e individual que están empujando a los niños y jóvenes a consumir
drogas, pues no se trata únicamente de falta de información.
Por otra parte, en lo que hace al problema del tráfico de drogas la
legalización sería una solución parcial, probablemente no tan efectiva para
paliar todos los efectos de la problemática de criminalidad que circunda a esa
actividad que hasta ahora ha sido afrontada como un problema de seguridad
pública, empleando a la fuerza policial y militar para combatir a la estructura
operativa de los cárteles con el objetivo de debilitar su capacidad de fuego,
pero se ha hecho muy poco en el aspecto medular que es el financiero, a tal
punto que la DEA ha llegado a estimar que en la economía nacional hay un
excedente de entre 9 mil y 10 mil millones de dólares no justificados por una
fuente legítima de ingresos. En otras palabras, se ha hecho muy poco en el
combate al lavado de dinero.
Una solución integral tendría que pasar necesariamente por enfocar al
narcotráfico como lo que realmente es: una actividad altamente lucrativa que
genera ganancias anuales de alrededor de 40 mil millones de dólares, según
cálculos de algunas agencias internacionales y centros académicos. Al respecto,
paradójicamente el combate policíaco-militar lejos de vulnerar esta faceta del
fenómeno la encarece, pues el decomiso de un cargamento propicia que el valor
del siguiente aumente por los costos logísticos (nuevas rutas, nuevos métodos
de embalaje, incremento de las sumas destinadas a la corrupción o cooptación de
las autoridades locales, etcétera) y la inelasticidad de la demanda. Sin
embargo esta solución también tendría que acompañarse de una estrategia para
sustituir las entradas de dinero ilícito
por dinero lícito a la economía, a fin de que cuando el tráfico de drogas eventualmente
deje de ser una actividad comercial fuertemente atractiva, se compense el flujo
de ingresos que se dejaría de recibir por concepto de trasiego de
estupefacientes, así como para poder incorporar a la economía formal y legal al
poco más de medio millón de personas que participan actualmente de forma
directa en la economía narca (en este
sentido la revista Este País estimó en 2009 que el narcotráfico era el quinto
empleador más grande de México).
Asimismo, para debilitar al narcotráfico como negocio altamente rentable
dicha solución tendría que mapear con claridad la ruta del dinero. Y es ahí
donde el riesgo de pisar cayos de gente “decente” se volvería muy alto, porque
implicaría rastrear en el sistema bancario el origen y destino de esos recursos.
De ahí quizá la persistencia gubernamental en la estrategia reactiva de combate
policial y el aparente poco impulso a las investigaciones de inteligencia
financiera.
Visto desde esta amplia perspectiva, el dilema de legalizar o no la
marihuana parece muy menor, pero lo importante es que con el fallo de la Corte -así
sea por el momento limitado únicamente a las cuatro personas integrantes de
SMART- se ha elevado el nivel del debate, obligando al Legislativo y al
Ejecutivo a enfocar el problema desde nuevos ángulos para idear e implementar
soluciones diferentes a la punición y la prohibición.
O al menos eso es lo que parece.
Publicado en El Imparcial 06/11/2015
La violencia que no cede
En días recientes dos
acontecimientos locales trascendieron hacia lo nacional y conmocionaron a la
opinión pública debido a que tienen como denominador común la violencia. Se
trata de la aparición de un cuerpo sin vida pendiendo de un paso vehicular
elevado en la delegación Iztapalapa del Distrito Federal y el linchamiento de
dos jóvenes encuestadores en Ajalpan, Puebla.
Además de las implicaciones
sociales y políticas, ambos casos son significativos por su coincidencia
temporal pero principalmente porque denotan dos expresiones de violencia que
dan cuenta del nivel de disfuncionalidad y anomia prevaleciente en ciertos
sectores de la sociedad, así como de la penetración generalizada de este
fenómeno en el tejido social.
En el primero de los casos
las características del homicidio, la forma de darlo a conocer y la
intencionalidad de este último acto no dejan lugar a dudas de que hay una
abierta disputa entre bandas de narcotraficantes por el control territorial de
determinadas zonas del Distrito Federal. De modo que por más que la autoridad
local se empeñe en negar que los grandes cárteles de la droga operan en la
capital del país, el impacto mediático del acontecimiento le inyecta una fuerte
presión al gobierno de la ciudad para reconocer el problema y enfrentarlo con
las medidas adecuadas.
No obstante, lo que más
debería de preocupar a la opinión pública además de la sensación de inseguridad
respecto a la integridad física que no se había sentido en la Ciudad de México,
ni siquiera en los años más álgidos de la denominada “guerra contra el
narcotráfico” emprendida por el ex presidente Felipe Calderón, es el nivel de
ensañamiento mostrado en la ejecución del “colgado de Iztapalapa” -como le han
llamado algunos medios de comunicación a éste caso- porque da cuenta de un
gravísimo nivel de descomposición social en el cual la noción de dignidad de la
persona ha desaparecido por completo.
En el caso de los jóvenes
encuestadores linchados en Ajalpan, Puebla, amén de la indignación producida
por la incapacidad de la autoridad municipal para hacerse valer ante una turba
enfurecida y abdicar de su función de aplicar la ley, lo más preocupante es la
constatación de que los niveles patológicos de violencia no son exclusivos de
los cárteles de narcotraficantes, sino también de personas ordinarias que
cegadas por el miedo y la ignorancia pueden cometer atrocidades amparadas bajo
el anonimato y la impunidad que brinda la multitud.
Dado que ambos casos
comparten como factor común la violencia extrema, es propicio reflexionar
respecto a la eficacia de la estrategia ejecutada por el Estado para afrontar
este fenómeno desde la perspectiva de la seguridad pública. En este sentido hay
que consignar que se trata de medidas reactivas que no atienden el fondo del
problema que es la genealogía social de la violencia, es decir las
circunstancias o situaciones subyacentes en la sociedad que han propiciado el
surgimiento de comportamientos criminales ya no necesaria o primordialmente
asociados y/o explicados a partir de la situación socioeconómica de quienes los
realizan, sino del resentimiento social que su condición de precariedad les
produce. En otras palabras, parece que en los días y los años que corren ya no
se delinque para sobrevivir a la pobreza, sino para vengarse de la sociedad.
Así pues, el carácter
reactivo de la estrategia estatal de seguridad pública se expresa en los
intentos de mitigar la violencia con más violencia, sólo que ésta última institucionalizada
por la autoridad a través de más efectivos policíacos y armamento, sin contar
con -o ignorando la existencia de- diagnósticos que identifiquen las causas
específicas del problema. De esta manera, no importa si la violencia está
asociada a la disputa territorial entre bandas de la delincuencia organizada; o
al miedo, la zozobra y la ignorancia de una localidad
alejada de los centros urbanos, la medida siempre es la misma: enviar más
policías a la zona donde se registra problemática, sea para azuzar la escalada
de violencia con más enfrentamientos, sea para apaciguarla temporalmente.
Sin embargo, más allá de la
ejecución de determinados programas de rescate de espacios públicos
principalmente en zonas urbanas, no se ha visto un análisis sociológico que identifique las causas
específicas que están produciendo niveles de sociopatía como los mostrados por
los sicarios al servicio de los carteles del narcotráfico en sus ejecuciones, o
por una turba de habitantes de una comunidad sumida en la miseria y el miedo.
El que un grupo de personas -sicarios
o pobladores enfurecidos- sea capaz de someter, torturar y asesinar a otras
personas sin sentir el menor remordimiento, conmiseración o culpa, es
indicativo de altísimos niveles de resentimiento, odio y ausencia o incapacidad
de discernimiento ético; lo cual, a su vez, implica que algo en la estructura social no está funcionando bien o ha dejado
de funcionar. Y no se trata únicamente de la desigualdad e inequidad producidas
por el sistema económico, como sostiene con cierta dosis de ingenuidad un
sector de la izquierda cuando explica/justifica que la inseguridad y la delincuencia
derivan de la pobreza que pervierte la bondad innata de los seres humanos.
No. Se trata de cuestiones
más complejas, como el desmedido aspiracionismo hacia un estilo de vida
francamente incosteable para amplísimas capas de la sociedad fomentado por los
medios de comunicación; la disfuncionalidad de la familia como célula básica
del tejido social; o la ineficacia de la escuela como centro difusor de valores
cívicos y éticos, por no hablar del socavamiento de la autoridad de los
profesores.
En tanto no existan políticas públicas que
atiendan estos problemas, la estrategia reactiva implementada por el Estado
para mitigar los niveles de violencia continuará arrojando resultados muy
limitados y esa entelequia denominada legalidad seguirá siendo sólo una utópica
aspiración de febriles mentes ilustradas.
Publicado en El Imparcial 23/10/2015
El lejano 2018 y los futurismos del presente
Hace
unas semanas en un evento de la industria acerera realizado en la Ciudad de
México, los asistentes a uno de los paneles de trabajo cuestionaron con mucho
interés a un reconocido comentarista político acerca de los posibles candidatos
presidenciales hacia 2018, a lo que éste respondió que aun era muy prematuro pensar
en aspirantes definitivos, pero que sin duda uno que estará en la boleta
electoral de junio de ese año será Andrés Manuel López Obrador como candidato
del partido que él mismo fundó. Pero de eso a que tenga posibilidades reales de
ganar ya es otra historia que depende de muchos factores, los más de ellos
ajenos al propio López Obrador. Y si bien el 2018 aun está muy lejos, no está
de más plantear algunas consideraciones que le orienten a usted, estimado
lector, en el intento de comprender el complejo panorama que se observa de aquí
a esa fecha.
Así
pues, lo primero que hay que tener en cuenta es que el universo de aspirantes
pese a parecer demasiado amplio, en realidad se circunscribe a los actores que
actualmente se desenvuelven en el escenario político nacional; esto es, que
difícilmente podrá surgir un aspirante fuerte a la silla presidencial de los
candidatos –principalmente a gobernadores- que triunfen en los comicios locales
de 2016 y 2017. Aunque el control territorial que adquieran los partidos a
partir de los resultados de esas elecciones será un factor estratégico para la
articulación de las estrategias de campaña y por consiguiente, de sus
posibilidades de triunfo.
A
partir de esa premisa fundamental es que las encuestadoras han comenzado a
realizar algunas mediciones, en las cuales es necesario aprender a diferenciar
entre el nivel de conocimiento de un personaje y su intención real de voto.
Así, el que un aspirante sea el más conocido no significa que sea el que
concentra la intención más alta del voto, pues ésta depende entre otros
factores de los niveles de aceptación (conocidos como “positivos”) o de rechazo
(“negativos) de su imagen. El caso de López Obrador es muy ilustrativo de esta
situación. En varias encuestas aparece como el aspirante más conocido, pero
también como el que más negativos concentra (ya si las encuestas están bien
diseñadas o responden a una intencionalidad específica de quien las realiza o
quien paga su realización, es otro aspecto que quizá en alguna otra oportunidad
se podría abordar en este espacio). Lo anterior se refleja en su intención real
de voto que está por debajo del 30% y concentrada principalmente en zonas
urbanas del centro-sur del país.
Por
otra parte y pese a que discursivamente por lo menos desde los años noventa del
siglo pasado los partidos mexicanos se movieron hacia el centro, la inclinación
ideológica de la sociedad mexicana hacia el centro-derecha también es un factor
que influye en forma decisiva en la conformación de la preferencia efectiva del
tal o cual aspirante. Para sustentar esta afirmación basta con observar que en
las últimas tres elecciones presidenciales (2000, 2006 y 2012) el PRI y el PAN
han sumado en promedio más del 65% de la votación nacional, y si bien el PRI es
un partido perteneciente a la Internacional Socialista que agrupa a los
partidos de izquierda del mundo, en los programas de gobierno diseñados e
implementados por los representantes surgidos de este partido se observa
claramente un cariz conservador.
Por
lo que hace a una eventual candidatura independiente para la Presidencia de la
República, en la cual la opinión pública coloca a personajes como el recién
estrenado gobernador de Nuevo León, el ex titular de la SER Jorge Castañeda o
al ex rector de la UNAM Juan Ramón de la Fuente, lo cierto es que lejos de
contribuir a superar la atadura institucional de la democracia mexicana a los
partidos políticos, podría propiciar la continuidad de uno de estos en el poder
debido a la fragmentación del voto, ante la cual la disciplina y la lealtad
partidista además del control territorial que mencionamos líneas arriba, se
vuelven factores estratégicos para sacarle el mayor provecho a ese situación
pues en un escenario de una votación fragmentada la capacidad de movilización y
el tamaño de las clientelas de los partidos se vuelve crucial. De ahí la
conveniencia de que en un futuro no muy lejano se tenga que discutir con
seriedad la introducción de la segunda vuelta electoral para la elección
presidencial, con la cual se evitaría el triunfo de un candidato con menos del
30% de la votación.
En
tanto, las posibilidades de que un fenómeno político-electoral como el del
“Bronco” se pueda replicar a nivel nacional son muy acotadas.
Publicado en El Imparcial 09/10/2015
20 oct 2015
Iguala a un año ¿fue el Estado? 2 de 3
Como recordará el estimado lector, en la colaboración anterior
articulamos dos intentos de respuesta a la consigna enarbolada por diversos
sectores de la sociedad encabezados por los familiares de las víctimas y los
estudiantes normalistas desaparecidos en los hechos del 26 de septiembre de
2014 en Iguala, Guerrero.
A partir de una noción mínima de lo que es el Estado planteamos en ambas
respuestas la existencia de indicios claros de la participación de éste, ya sea
por acción u omisión, en los acontecimientos que acenturaron la crisis de
confianza y credibilidad en las instituciones y procedimientos de procuración
de justicia, además de causar un considerable daño a la imagen internacional de
México y a la narrativa con la cual el Gobierno Federal había pretendido
promocionar al país como un atractivo destino de inversión, luego de la
aprobación de las reformas estructurales realizadas durante los dos primeros
años de la administración del presidente Enrique Peña Nieto.
En esta segunda entrega el objetivo es profundizar en el déficit de
confianza institucional prevaleciente en el país como problema estructural, el
cual en tanto no sea atendido constituirá el principal riesgo para la
implementación de las reformas, así como para la estabilidad y la gobernabilidad
en el corto y mediano plazo.
Pero antes es conveniente hacer una precisión analítica en el sentido de
que responder afirmativamente a la pregunta de si el Estado tuvo
responsabilidad en los hechos de Iguala no es una toma de posición política,
sino una conclusión derivada de un razonamiento lógico conceptual de los
acontecimientos, en el cual a partir de la información disponible se puede
observar que en el nivel municipal el Estado ha sido minado por la delincuencia
organizada a tal punto que los servidores públicos de esa esfera responden
prioritariamente, sea por miedo o por cooptación, a los intereses de los grupos
criminales; lo cual produce la paradoja de que mientras en el nivel más alto
(federal) el Estado ha hecho esfuerzos para combatir a la delincuencia, en el ámbito
de lo local ésta tiene el poder de controlar a las autoridades municipales y de
someter a regiones enteras. Así es como se explica que en éste nivel el Estado
haya tenido responsabilidad activa en los acontecimientos de Iguala y en otro
(el federal) haya incurrido en una responsabilidad pasiva por su tardía
reacción, así como por la falta de sensibilidad, talento y eficacia para
conducir las investigaciones ministeriales del caso y la procuración de
justicia.
Al respecto hay que mencionar que el desempeño institucional del Estado
mexicano cuando menos en el último siglo se ha caracterizado por recurrentes
episodios de disfuncionalidad que han desembocado en crisis políticas, sociales
y económicas debido a una distorsión de origen persistente a lo largo de ese
amplio periodo que es la corrupción, la cual invariablemente ha dado al traste –en
la etapa de implementación- al más avanzado diseño institucional que los
legisladores y funcionarios gubernamentales hayan podido confeccionar. Y por
supuesto, a la corrupción está ligada la ausencia casi generalizada de una
cultura de la legalidad en la sociedad mexicana, que asociada a la desconfianza
prevaleciente produce una triada perversa que constituye una debilidad
estructural, a partir de la cual surgen otras fallas como la impunidad y la
incapacidad del Estado para cumplir su tarea fundamental de garantizar el
derecho a la vida de sus ciudadanos y, por tanto, su déficit de legitimidad
expresado en la reticencia de éstos para continuar reproduciendo la dinámica de
mando-obediencia.
En este contexto es en el que se explican algunas estadísticas
relacionadas con la confianza y la percepción de eficacia de las corporaciones
policíacas en el país, como las publicadas en 2014 por México Unido Contra la
Delincuencia, según las cuales cuatro de cada 10 mexicanos considera “muy
peligroso” ayudar a la policía de su localidad a realizar su trabajo; o las
difundidas ese mismo año por el INEGI en el sentido de que casi el 70% de los
mexicanos considera “poco” o “nada efectivo” el desempeño de las policías
estatales y municipales.
Pero ahí no para el problema. Por lo que hace al siguiente eslabón del
proceso de procuración de justicia que son los ministerios públicos la
situación es muy similar. Datos de la Encuesta Nacional de Victimización y
Percepción sobre Seguridad Pública 2013 indican que el 58% de los mexicanos
tienen “poca” o “nada” de confianza en los ministerios públicos y las
procuradurías. Desde luego, esta situación en gran medida se debe a la
impunidad imperante en el sistema de procuración e impartición de justicia,
pues tan sólo en el fuero común de los casi 20 millones de denuncias
presentadas entre 2000 y 2012 sólo se dictaron poco menos de millón y medio de
sentencias condenatorias, es decir, menos del 1%.
Así pues, a partir de esta consideraciones se puede entender la
reticencia de los familiares las víctimas de Iguala y de amplios sectores de la
opinión pública a aceptar la “verdad histórica” de los hechos ofrecida por la
PGR, así como la credibilidad y aceptación que ha tenido el informe acerca de
las investigaciones ministeriales realizado por un grupo de presuntos expertos
en ciencias forenses, el cual ha servido de excusa para desplazar los elementos
técnicos con argumentos políticos que respaldan o condenan determinadas
posiciones de los actores involucrados en el tema.
De modo que a partir de estos lamentables acontecimientos que han
exhibido el nivel real de desarrollo político en México y el grado de
penetración de la delincuencia organizada en las estructuras de autoridad,
sustentado en la corrupción y la impunidad, es factible concluir que en tanto
no se ataque la triada perversa corrupción-desconfianza-endeble cultura de la
legalidad, inevitablemente persistirá la debilidad institucional. En eso nos
enfocaremos en la última entrega de esta colaboración.
Publicado en El Imparcial 27/09/2015
Iguala a un año ¿fue el Estado? 1 de 3
El próximo 26 de septiembre se cumple un año de los lamentables hechos
ocurridos en Iguala, Guerrero, en los que según estimaciones no oficiales
perdieron la vida siete personas, veintisiete más resultaron heridas y al menos
43 se encuentran desaparecidas.
Como es sabido, en los acontecimientos estuvieron involucrados un grupo
de estudiantes de una escuela normal rural ubicada en Ayotzinapa, las
corporaciones policíacas de los municipios de Iguala y Cocula, dos células de
la delincuencia organizada en disputa por el control político y criminal de la
región y el alcalde de Iguala de filiación perredista; aunque presuntamente por
omisión también habrían estado involucrados otros funcionarios públicos
estatales de Guerrero, lo que obligó a que en el momento más álgido de las
reacciones y movilizaciones sociales nacionales e internacionales que
desencadenó este acontecimiento, solicitará licencia a su cargo el gobernador
de la entidad, Ángel Aguirre, quien tres años atrás había ganado la elección
luego de renunciar al PRI y ser postulado por el PRD.
La tardía reacción del Gobierno Federal ante lo que en un primero momento
evaluó como un conflicto local provocó una serie de críticas y acusaciones por
parte no sólo de los agraviados, sino también y principalmente de sus
adversarios políticos, quienes contrastaron el discurso oficial de
transformación entendida como modernización, fundamentalmente dirigido hacia el
exterior para ensalzar el Mexican Moment,
con la situación de violencia y vulnerabilidad del estado de Derecho en amplias
regiones del país.
En medio de ese contexto comenzó a cobrar fuerza la idea de que el Estado
mexicano tenía responsabilidad en los acontecimientos, en gran medida por el
antecedente reciente de junio de 2014 en el cual presuntamente el Ejército
habría “abatido” (es el verbo
oficialmente empleado en el caso) a un grupo de delincuentes en una comunidad
perteneciente al municipio de Tlatlaya, Estado de México. Fue así como apareció
la consigna “#FueElEstado” en las movilizaciones que durante los meses
siguientes a los hechos de Iguala ocurrieron en varias ciudades del país y del
mundo, dando pauta a un debate a medio camino entre lo académico y lo
ideológico entre intelectuales militantes en el oficialismo y la oposición.
Hasta ahora dicho debate no se ha resuelto, pero la distancia temporal y
la disponibilidad de mayor información dan pauta para revisitarlo desde una
perspectiva analítica desprovista, en la medida de lo posible, de inclinaciones
hacia una u otra posición con el objeto de allegar a usted, estimado lector, de
elementos mínimos para formarse un juicio equilibrado.
Así pues, en principio habría que considerar que hay múltiples
definiciones de Estado elaboradas en su mayoría desde perspectivas
prescriptivas de lo que debería de ser y no de lo que realmente es. Sin
embargo, para no entrar en vicisitudes conceptuales que propicien más confusión
que claridad, hay que decir que el Estado es la organización política que se da
la sociedad a sí misma, o bien, en que le es impuesta desde el exterior. Esta
organización ha tomado múltiples formas a lo largo de la Historia en función
del grado de complejidad organizativa de la propia sociedad (tribus,
comunidades, feudos, etc), pero siempre articulada a partir de la distinción de
los roles fundamentales de mando y obediencia. Así, en cualquier Estado siempre
hay un grupo de individuos, generalmente reducido, que ejerce funciones de
mando y otro grupo, generalmente amplio, que obedece.
No obstante, esa relación se articula a partir de un arreglo fundacional
en el cual el grupo mayoritario se compromete a obedecer a cambio de que el
grupo minoritario que manda le garantice el derecho a la vida, o si quiere
enfocar de la siguiente manera: la garantía de no sufrir una muerte violenta;
para lo cual le autoriza el uso exclusivo de la fuerza a fin de castigar a
quienes pretendan vulnerar ese acuerdo.
A partir de esta breve noción estamos en posibilidad de preguntarnos si
el Estado mexicano tuvo responsabilidad alguna en los hechos de Iguala y al
respecto podemos articular dos intentos de respuesta.
En el primero de ellos habría que considerar que si con la consigna
“#FueElEstado” se pretende dar a entender que éste fue el autor material del crimen
y la desaparición forzada, la respuesta es sí, porque la policía municipal de
Iguala disparó en contra de los autobuses en los que viajaban las víctimas y
según la información recaba en las investigaciones ministeriales, habría
colaborado con una de las bandas criminales en la desaparición forzada de 43
estudiantes. De modo que al ser el municipio la célula básica de un Estado de
tipo federal como lo es el mexicano y al ser la policía la institución
encargada del ejercicio exclusivo de la fuerza, existen elementos claros para
inferir que sí hubo una participación activa del Estado en los acontecimientos.
No obstante, si en la referida consigna por Estado se entiende únicamente al
Gobierno Federal como responsable directo, parece que el empleo del concepto
tiene una intencionalidad política mas no explicativa.
Por otra parte, en el segundo intento de respuesta habría que considerar
si la responsabilidad del Estado es por omisión de su obligación de garantizar
el derecho a la vida de sus ciudadanos, en cuyo caso se tendría que responder
afirmativamente: sí, fue el Estado. Pero en esa lógica lo fue no sólo en el
caso de Iguala sino en muchos otros en los que su debilidad y la torpeza de los
operadores de sus instituciones han causado que regiones enteras se encuentren
sumidas en la incertidumbre y la inseguridad por el asedio sistemático de
bandas criminales.
Así pues, cuando un Estado falla en su responsabilidad fundamental es
indicio de su debilidad estructural, esto es, de que algo en sus cimientos ha
dejado de funcionar, o en el caso mexicano de que nunca ha funcionado por
distorsiones de origen, como la corrupción que da pauta a la impunidad, a la
pérdida de confianza institucional y consiguientemente a la falta de obediencia
por carencia de legitimidad. Pero en esto profundizaremos en la próxima
colaboración.
Publicado en El Imparcial 20/09/2015
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