El amparo concedido por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia
de la Nación a la Sociedad Mexicana de Autoconsumo Tolerante y Responsable
(SMART) para consumir marihuana con fines recreativos ha conferido seriedad y
relevancia al debate en torno a la legalización de las drogas como mecanismo
neutralizar los índices de violencia y criminalidad asociados al narcotráfico
en México.
No obstante, más allá del dilema de legalizar o no la producción,
comercialización y consumo de marihuana, que es la única droga que ha suscitado
una suerte de frente común internacional en contra del prohibicionismo
gubernamental, hay una realidad más compleja. Y es que, en efecto, el
narcotráfico y la drogadicción son dos problemas que pueden ser enfocados desde
múltiples ángulos de los cuales, a su vez, surgen múltiples explicaciones e
igualmente múltiples intentos de solución vinculados todos ellos a la
prohibición y al combate punitivo, pero apenas muy poco a la prevención. En
este sentido es muy atinado el diagnóstico de Pablo Girault, integrante de la
asociación amparada por la Corte, cuando afirma que “la política
prohibicionista no ha generado ni un solo bien, sino muchos males, incluyendo
más de 100 mil muertos, 70 mil desaparecidos, 270 mil desplazados (…) El tema
de fondo no es si podemos fumar marihuana o no… no quiero que me lo diga el
Estado, sino yo decidirlo” [El Universal, 05/11/2015].
De modo que un paso previo al dilema de la legalización o no de las
drogas y a su respectivo debate es diferenciar claramente entre narcotráfico y
drogadicción, pues aunque son problemas vinculados cada uno precisa
tratamientos diferenciados; amén de que tener clara la distinción ayuda a
elevar el nivel argumentativo del debate y evitar dislates tan lamentables como
el del subsecretario de Educación Superior de la SEP, Salvador Jara, quien
haciendo gala de su doctoral desinformación declaró hace poco que las “elites
empresariales o gubernamentales” y no el Poder Judicial serían las que
decidirían sobre el amparo a SMART.
Así pues, en el caso de la drogadicción la cuestión no es si la
legalización elevará los índices de adictos, agravando con ello un problema de
salud pública, sino adicionalmente a la política de prohibición qué ha hecho el
Estado para evitar que dichos índices crezcan. A juzgar por las estadísticas
parece que muy poco, pues según datos de la encuesta más reciente sobre
adicciones publicada en 2011, el consumo de drogas ilegales en México se
duplicó en una década al pasar de 0.8 a 1.5% entre personas de 12 a 65 años de
edad. Pero no sólo eso. Según estimaciones de especialistas en salud pública de
la UNAM, el consumo de marihuana ya supera al del tabaco en 18 estados del
país; además de que la edad promedio de consumo ha disminuido de los 15 a los
12 años de acuerdo con información recabada por Instituto para la Atención de
las Adicciones de la Ciudad de México (IAPA). Estos datos obligan no sólo a
reflexionar sobre la eficacia de las políticas de prevención, sino a
preguntarse algo todavía más básico que es porqué las personas se están
drogando a edades más tempranas, cuáles son las causales del entorno social,
familiar e individual que están empujando a los niños y jóvenes a consumir
drogas, pues no se trata únicamente de falta de información.
Por otra parte, en lo que hace al problema del tráfico de drogas la
legalización sería una solución parcial, probablemente no tan efectiva para
paliar todos los efectos de la problemática de criminalidad que circunda a esa
actividad que hasta ahora ha sido afrontada como un problema de seguridad
pública, empleando a la fuerza policial y militar para combatir a la estructura
operativa de los cárteles con el objetivo de debilitar su capacidad de fuego,
pero se ha hecho muy poco en el aspecto medular que es el financiero, a tal
punto que la DEA ha llegado a estimar que en la economía nacional hay un
excedente de entre 9 mil y 10 mil millones de dólares no justificados por una
fuente legítima de ingresos. En otras palabras, se ha hecho muy poco en el
combate al lavado de dinero.
Una solución integral tendría que pasar necesariamente por enfocar al
narcotráfico como lo que realmente es: una actividad altamente lucrativa que
genera ganancias anuales de alrededor de 40 mil millones de dólares, según
cálculos de algunas agencias internacionales y centros académicos. Al respecto,
paradójicamente el combate policíaco-militar lejos de vulnerar esta faceta del
fenómeno la encarece, pues el decomiso de un cargamento propicia que el valor
del siguiente aumente por los costos logísticos (nuevas rutas, nuevos métodos
de embalaje, incremento de las sumas destinadas a la corrupción o cooptación de
las autoridades locales, etcétera) y la inelasticidad de la demanda. Sin
embargo esta solución también tendría que acompañarse de una estrategia para
sustituir las entradas de dinero ilícito
por dinero lícito a la economía, a fin de que cuando el tráfico de drogas eventualmente
deje de ser una actividad comercial fuertemente atractiva, se compense el flujo
de ingresos que se dejaría de recibir por concepto de trasiego de
estupefacientes, así como para poder incorporar a la economía formal y legal al
poco más de medio millón de personas que participan actualmente de forma
directa en la economía narca (en este
sentido la revista Este País estimó en 2009 que el narcotráfico era el quinto
empleador más grande de México).
Asimismo, para debilitar al narcotráfico como negocio altamente rentable
dicha solución tendría que mapear con claridad la ruta del dinero. Y es ahí
donde el riesgo de pisar cayos de gente “decente” se volvería muy alto, porque
implicaría rastrear en el sistema bancario el origen y destino de esos recursos.
De ahí quizá la persistencia gubernamental en la estrategia reactiva de combate
policial y el aparente poco impulso a las investigaciones de inteligencia
financiera.
Visto desde esta amplia perspectiva, el dilema de legalizar o no la
marihuana parece muy menor, pero lo importante es que con el fallo de la Corte -así
sea por el momento limitado únicamente a las cuatro personas integrantes de
SMART- se ha elevado el nivel del debate, obligando al Legislativo y al
Ejecutivo a enfocar el problema desde nuevos ángulos para idear e implementar
soluciones diferentes a la punición y la prohibición.
O al menos eso es lo que parece.
Publicado en El Imparcial 06/11/2015