Mi abuela solía decir que había que presumir cuando la ocasión lo permitiese.
Posiblemente esta ocasión no lo permita. Pero si no es ahora, entonces ¿cuándo podré presumir mi reposet nuevo?
Sí, ya sé que se trata de una presunción que ni siquiera viene el caso. Aunque también estoy seguro que no sorprende a nadie (y esto tiene una significación literal, pues nadie lee este blog), considerando que aparece en este espacio dedicado a divagar sobre pendejadas y asuntos sin importancia.
Además, si Clarice Lispector dedicó muchos de sus cuentos y relatos a escribir sobre cucarachas, roperos y relojes despertadores (el cuento sobre Sveglia es genial!), ¿por qué yo no habría de dedicar unas cuantas líneas a escribir sobre mi reposet?
Cierto, yo no poseo ni la maestría ni el estilo ontológico de Lispector (que algunos identifican con el llamado flujo de conciencia, introducido en la literatura por James Joyce), que aun cuando los negaba argumentando que decía lo que tenía que decir sin literatura, al momento de leer su obra se hacen patentes. Y ahora que recuerdo, el año pasado presté Silencio, que es una compilación de cuentos publicada por Grijalbo Mondadori, y no me lo regresaron.
En fin, que aun cuando estoy muy lejos de la grandeza de aquella escritora brasilera, quiero escribir en esta ocasión sobre un objeto común y corriente. Bueno, ni tan común ni tan corriente, porque realmente son pocas las personas que tienen un reposet. Particularmente uno color café, de tamaño mediano, forrado en tela de pana gruesa, lavable; con patas de plástico anti derrapante, cortas y discretas.
Hasta antes de que ese reposet llegara a mi vida por causa de una rebaja en un determinado almacén, su espacio era ocupado por un viejo y desvaído sillón que había comprado en un bazar, cerca de mi casa. Era un sillón pequeño, muy intimista, forrado de una tela con estampados cuadrados en colores rojo y gris. ¡Ah! mi viejo sillón, cuántos momentos pasamos juntos.
Sin embargo, lo echo de menos.
Con todo, acostumbraba alternar entre ese sillón y la silla neumática giratoria que utilizo para trabajar en la mesa escritorio; pues generalmente, cuando tengo pereza de levantarme y caminar para coger un libro al otro lado de la habitación, me desplazo impulsando las ruedas que aquella tiene en la base.
El sillón, por otra parte, lo utilizaba generalmente por las noches, ya fuera para mirar la televisión o para leer algún libro; pero me resultaba muy incómodo dormirme en él, con todo y que había puesto un pequeño taburete para el descanso de mis pies.
Ahora, con el reposet, van tres noches seguidas que me quedo dormido con un libro entre las manos. Y no es que pretenda proyectar aquí una imagen de fatuidad intelectual (aunque en ocasiones soy bastante fatuo), pero de verdad tengo muy arraigado el hábito de la lectura; tanto, que en estos últimos meses he estado leyendo como un desquiciado.
Así pues, mi reposet está situado en una posición estratégica, a lado de la ventana que da a la calle, cerca de mi escritorio y frente al televisor. De manera que por las noches, cuando no quiero mirar la televisión, abro la ventana, me recuesto en el reposet y alterno la lectura con algunas miradas al cielo que, si tengo suerte y los niveles de contaminación así lo permiten, me brinda pequeños instantes de reflexión y asombro ante la magnitud del firmamento. Ni qué decir cuando hay luna llena.
Ayer precisamente, me quedé dormido con Confesiones de un hijo del siglo, de Musset -donde narra su compleja relación con la escritora George Sand- y me despertó la fría brisa de la lluvia que había comenzado a caer en la madrugada. Así que medio somnoliento, sólo tuve fuerzas para cerrar la ventana y volverme a recostar.
P.S. Señor J.M, no seas duro conmigo. Además te pido que me entiendas, como dicen los angloparlantes, I falled in love; por tanto, cometo idioteces aun contra mi voluntad y mi conciencia.
Además, Delgadillo no es tan malo, y debes reconocer que la letra de Coincidir es llegadora.
Laura, realmente un gusto que hayas vuelto por acá.
Posiblemente esta ocasión no lo permita. Pero si no es ahora, entonces ¿cuándo podré presumir mi reposet nuevo?
Sí, ya sé que se trata de una presunción que ni siquiera viene el caso. Aunque también estoy seguro que no sorprende a nadie (y esto tiene una significación literal, pues nadie lee este blog), considerando que aparece en este espacio dedicado a divagar sobre pendejadas y asuntos sin importancia.
Además, si Clarice Lispector dedicó muchos de sus cuentos y relatos a escribir sobre cucarachas, roperos y relojes despertadores (el cuento sobre Sveglia es genial!), ¿por qué yo no habría de dedicar unas cuantas líneas a escribir sobre mi reposet?
Cierto, yo no poseo ni la maestría ni el estilo ontológico de Lispector (que algunos identifican con el llamado flujo de conciencia, introducido en la literatura por James Joyce), que aun cuando los negaba argumentando que decía lo que tenía que decir sin literatura, al momento de leer su obra se hacen patentes. Y ahora que recuerdo, el año pasado presté Silencio, que es una compilación de cuentos publicada por Grijalbo Mondadori, y no me lo regresaron.
En fin, que aun cuando estoy muy lejos de la grandeza de aquella escritora brasilera, quiero escribir en esta ocasión sobre un objeto común y corriente. Bueno, ni tan común ni tan corriente, porque realmente son pocas las personas que tienen un reposet. Particularmente uno color café, de tamaño mediano, forrado en tela de pana gruesa, lavable; con patas de plástico anti derrapante, cortas y discretas.
Hasta antes de que ese reposet llegara a mi vida por causa de una rebaja en un determinado almacén, su espacio era ocupado por un viejo y desvaído sillón que había comprado en un bazar, cerca de mi casa. Era un sillón pequeño, muy intimista, forrado de una tela con estampados cuadrados en colores rojo y gris. ¡Ah! mi viejo sillón, cuántos momentos pasamos juntos.
Sin embargo, lo echo de menos.
Con todo, acostumbraba alternar entre ese sillón y la silla neumática giratoria que utilizo para trabajar en la mesa escritorio; pues generalmente, cuando tengo pereza de levantarme y caminar para coger un libro al otro lado de la habitación, me desplazo impulsando las ruedas que aquella tiene en la base.
El sillón, por otra parte, lo utilizaba generalmente por las noches, ya fuera para mirar la televisión o para leer algún libro; pero me resultaba muy incómodo dormirme en él, con todo y que había puesto un pequeño taburete para el descanso de mis pies.
Ahora, con el reposet, van tres noches seguidas que me quedo dormido con un libro entre las manos. Y no es que pretenda proyectar aquí una imagen de fatuidad intelectual (aunque en ocasiones soy bastante fatuo), pero de verdad tengo muy arraigado el hábito de la lectura; tanto, que en estos últimos meses he estado leyendo como un desquiciado.
Así pues, mi reposet está situado en una posición estratégica, a lado de la ventana que da a la calle, cerca de mi escritorio y frente al televisor. De manera que por las noches, cuando no quiero mirar la televisión, abro la ventana, me recuesto en el reposet y alterno la lectura con algunas miradas al cielo que, si tengo suerte y los niveles de contaminación así lo permiten, me brinda pequeños instantes de reflexión y asombro ante la magnitud del firmamento. Ni qué decir cuando hay luna llena.
Ayer precisamente, me quedé dormido con Confesiones de un hijo del siglo, de Musset -donde narra su compleja relación con la escritora George Sand- y me despertó la fría brisa de la lluvia que había comenzado a caer en la madrugada. Así que medio somnoliento, sólo tuve fuerzas para cerrar la ventana y volverme a recostar.
P.S. Señor J.M, no seas duro conmigo. Además te pido que me entiendas, como dicen los angloparlantes, I falled in love; por tanto, cometo idioteces aun contra mi voluntad y mi conciencia.
Además, Delgadillo no es tan malo, y debes reconocer que la letra de Coincidir es llegadora.
Laura, realmente un gusto que hayas vuelto por acá.
3 comentarios:
No reconoceré nada salvo la precisión que la expresión anglosajona que refieres gana sobre la nuestra de "enamorarse", tan abstracta como vergonzosa.
Totalmente de acuerdo con la primera, no es más que un "caer", lo que en cierta medida vuelve comprensibles declives como hacer llamadas telefónicas ciertamente inútiles o, bueno, fijarse en una letra como ésa.
Te disculpo, por supuesto.
Y te entiendo, cabe aclarar.
Aunque, si se trata de caer, al menos deberíamos fijarnos sobre qué lo hacemos, ¿no? Al rato vamos a estar llorando con una de RBD.
Y ahí sí, ni hablar: tanta estupidez sólo podrá ser amor.
JM
Jajaja! Está bueno el comentario que me precede. Quién es, eh?
Doctor, créame que en comparación que ese jueguito epistolar en el que lo ví totalmente rebajado en decoro, lo de bailar reggeton, ver el "Diario de una pasión" y escuchar a Delgadillo no me sorprende.
De hecho disfruto con una carcajada perversa este momento. Todas y cada una de sus diátribas en contra del amor se le están revirtiendo.
Lo único bueno es que su actual conquista parece ser una mujer culta, claro, si pasamos por alto sus pésimos gustos cinematográficos.
Además, es lo que siempre quiso no? O qué, ya no se acuerda de eso de que las doctoras son abnegadas y trabajadoras?
Pero están, ya no me burlaré más. Suficiente tuvo con el comentario anterior como para que yo, que soy su amigo, venga a pitorrearme también.
Cuídese!
Mauro
O_o
Este blog (ahora que esta de moda spider-man 3)se me figura como si fuera de Peter Parker jaja
Saludos
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