Sé que este título es muy demodé, pero no se me ocurrió otro mejor para relatar las vicisitudes que tuve que pasar el fin de semana.
Las bodas, esos ancestrales ceremoniales relacionados con la institución de la monogamia -artífice de la insatisfacción sentimental (y sexual) de las parejas- urdida en un primer momento por la religión y refrendada luego por el Estado, para aplacar las más profundas y libidinales pulsiones sexosas de la humanidad, han sido desde el primer momento de su aparición rituales complejos, sofocantes, bufos y ridículos.
No hay boda que no implique, cuando menos, un par de meses para su planeación y, en promedio, cuatro conatos diarios de rompimiento por parte de los prometidos, suscitados por diferencias en torno al número de invitados, el lugar de la recepción, la hora de la celebración civil y religiosa, el destino de la mal llamada “luna de miel” y la presencia de los infaltables familiares y amigos incómodos.
Superada esa etapa, el día del acontecimiento es otra odisea que se debe afrontar, porque, no obstante haber planeado todo con anticipación y mucha precisión, siempre hay algo que sale mal en el último momento. El frac entregado con retraso, el implacable frizz del pelo de la novia, el tío borracho que hace una revelación incómoda sobre el pasado de alguno de los novios, con la que pone al filo del precipicio la unión de las familias de los contrayentes, o el bloqueo de las inmediaciones del templo o de la oficina del registro civil por una manifestación, una marcha, una procesión o un percance vial.
Luego vienen los momentos clásicos y los clichés: la llegada tardía de la novia, el llanto incontrolable de las mamás de ambos, los suspiros ahogados de los respectivos pretendientes anteriores, que recrean en su imaginación la escena en la que impedirían la boda con alguna frase telenovelesca; y, por supuesto, el glamour y la crítica despiadada realizada sotto voce, mientras el sacerdote o el oficial del registro civil se echa un rollo deontológico acerca del matrimonio, aunque no sepa qué demonios significa deontológico.
Por estas razones es que, parafraseando a Marx, con sencilla palabra, a todas las bodas aborrezco. Bueno, en la frase original en lugar de “bodas”, Marx utilizó el plural “dioses”; lo aclaro por si algún guardián de la ortodoxia textual del marxismo llegase a leerme. Es más, para que no haiga (subjuntivo del verbo haigar: yo haigo, tú haigas, él haiga… por favor no confundir con el subjuntivo del verbo haber) dudas, diré que la fuente de esa frase es la tesis doctoral de Marx intitulada Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epícuro, defendida in abstentia en Jena en 1841.
Y después de esta cápsula ideológica por poco olvido de que iba este comentario. Pero ya lo recordé.
Sucede que el fin de semana asistí a la boda de mi amigo Luisito Quaid (libanés hasta las orejas), en una ciudad que está a tres horas del Distrito Federal.
Siendo el Luisito un colega muy lúcido al que conocí en un congreso de ciencia política hace cuatro años, lo que menos esperaba de él era enterarme de que un buen día sintió deseos de autodestruirse y decidió que la mejor manera de hacerlo era proponiéndole matrimonio a su novia (una bella diseñadora gráfica que confirma la regla de que la belleza es inversamente proporcional a la inteligencia…). Sin embargo, una mañana cualquiera dos semanas ha, recibí por correo un sobre de un papel muy fino, que luego de cerciorarme de que no tuviera ántrax o cualquier otra sustancia química mortífera, decidí abrir para hallar dentro la invitación para la boda.
Me he enterado y he asistido a muchas bodas, a pesar de que siento desafecto hacia ese tipo de celebraciones. Sin embargo, no es lo mismo enterarse y acudir a la boda del amigo de tu hermano mayor, o de tu vecino de 35 años, que a la boda de un amigo tuyo, contemporáneo (es decir, que todavía no rebasa las tres décadas de existencia) y colega. Que lo mismo vio Plaza Sésamo y los Thundercats; que leyó el tebeo de Superman o El Príncipe de Maquiavelo. Eso sí que es catártico.
El punto es que no podía desairar al Luisito -con el que tuve la fortuna de trabajar en una campaña electoral- y por eso decidí asistir a su suicido, presenciado, sancionado y santiguado por el Estado mexicano y la Iglesia Católica Apostólica y ¿cómo era? ¿Remona ó Romana?
Así que llegaría desde el viernes a su ciudad, para asistir a la despedida de soltero y llegar sin retrasos a las ceremonias civil y religiosa, la tarde del sábado.
Para no sentir pánico por mirar yo sólo cómo uno de mis amigos se ponía la soga del matrimonio al cuello, mientras sonreía felizmente camino al cadalso del débito conyugal, decidí invitar a la doctora corazón, a fin de romper mi propio tabú de asistir acompañado de –o acompañar a- mi novia en turno a una boda (por aquello del ramo y la corbata que suelen aventar los novios). No obstante, la Fatalidad me salvó una vez más porque de última hora a la doctora corazón la pusieron a dar consulta en urgencias y tuve que irme sólo.
Aunque a las dos horas la eché mucho de menos, porque llovía a cantaros en la carretera; tanto, que tuve que conducir muy despacio porque era tal la cantidad de agua precipitándose sobre el parabrisas de mi auto, que sólo se veía una opaca cortina resbalando continuamente, ante la cual los limpiadores se declararon impotentes.
El punto es que el viaje que estaba programado para durar tres horas, se prolongó casi tres horas más. Lo que propició que al llegar a la casa de mi amigo, para la supuesta despedida de soltero, sólo encontrara a una bola de tarados durmiendo en la mesa, el sofá, las escaleras y el suelo, totalmente fulminados por el alcohol. Entre ellos, por supuesto, el Luisito.
Las bodas, esos ancestrales ceremoniales relacionados con la institución de la monogamia -artífice de la insatisfacción sentimental (y sexual) de las parejas- urdida en un primer momento por la religión y refrendada luego por el Estado, para aplacar las más profundas y libidinales pulsiones sexosas de la humanidad, han sido desde el primer momento de su aparición rituales complejos, sofocantes, bufos y ridículos.
No hay boda que no implique, cuando menos, un par de meses para su planeación y, en promedio, cuatro conatos diarios de rompimiento por parte de los prometidos, suscitados por diferencias en torno al número de invitados, el lugar de la recepción, la hora de la celebración civil y religiosa, el destino de la mal llamada “luna de miel” y la presencia de los infaltables familiares y amigos incómodos.
Superada esa etapa, el día del acontecimiento es otra odisea que se debe afrontar, porque, no obstante haber planeado todo con anticipación y mucha precisión, siempre hay algo que sale mal en el último momento. El frac entregado con retraso, el implacable frizz del pelo de la novia, el tío borracho que hace una revelación incómoda sobre el pasado de alguno de los novios, con la que pone al filo del precipicio la unión de las familias de los contrayentes, o el bloqueo de las inmediaciones del templo o de la oficina del registro civil por una manifestación, una marcha, una procesión o un percance vial.
Luego vienen los momentos clásicos y los clichés: la llegada tardía de la novia, el llanto incontrolable de las mamás de ambos, los suspiros ahogados de los respectivos pretendientes anteriores, que recrean en su imaginación la escena en la que impedirían la boda con alguna frase telenovelesca; y, por supuesto, el glamour y la crítica despiadada realizada sotto voce, mientras el sacerdote o el oficial del registro civil se echa un rollo deontológico acerca del matrimonio, aunque no sepa qué demonios significa deontológico.
Por estas razones es que, parafraseando a Marx, con sencilla palabra, a todas las bodas aborrezco. Bueno, en la frase original en lugar de “bodas”, Marx utilizó el plural “dioses”; lo aclaro por si algún guardián de la ortodoxia textual del marxismo llegase a leerme. Es más, para que no haiga (subjuntivo del verbo haigar: yo haigo, tú haigas, él haiga… por favor no confundir con el subjuntivo del verbo haber) dudas, diré que la fuente de esa frase es la tesis doctoral de Marx intitulada Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epícuro, defendida in abstentia en Jena en 1841.
Y después de esta cápsula ideológica por poco olvido de que iba este comentario. Pero ya lo recordé.
Sucede que el fin de semana asistí a la boda de mi amigo Luisito Quaid (libanés hasta las orejas), en una ciudad que está a tres horas del Distrito Federal.
Siendo el Luisito un colega muy lúcido al que conocí en un congreso de ciencia política hace cuatro años, lo que menos esperaba de él era enterarme de que un buen día sintió deseos de autodestruirse y decidió que la mejor manera de hacerlo era proponiéndole matrimonio a su novia (una bella diseñadora gráfica que confirma la regla de que la belleza es inversamente proporcional a la inteligencia…). Sin embargo, una mañana cualquiera dos semanas ha, recibí por correo un sobre de un papel muy fino, que luego de cerciorarme de que no tuviera ántrax o cualquier otra sustancia química mortífera, decidí abrir para hallar dentro la invitación para la boda.
Me he enterado y he asistido a muchas bodas, a pesar de que siento desafecto hacia ese tipo de celebraciones. Sin embargo, no es lo mismo enterarse y acudir a la boda del amigo de tu hermano mayor, o de tu vecino de 35 años, que a la boda de un amigo tuyo, contemporáneo (es decir, que todavía no rebasa las tres décadas de existencia) y colega. Que lo mismo vio Plaza Sésamo y los Thundercats; que leyó el tebeo de Superman o El Príncipe de Maquiavelo. Eso sí que es catártico.
El punto es que no podía desairar al Luisito -con el que tuve la fortuna de trabajar en una campaña electoral- y por eso decidí asistir a su suicido, presenciado, sancionado y santiguado por el Estado mexicano y la Iglesia Católica Apostólica y ¿cómo era? ¿Remona ó Romana?
Así que llegaría desde el viernes a su ciudad, para asistir a la despedida de soltero y llegar sin retrasos a las ceremonias civil y religiosa, la tarde del sábado.
Para no sentir pánico por mirar yo sólo cómo uno de mis amigos se ponía la soga del matrimonio al cuello, mientras sonreía felizmente camino al cadalso del débito conyugal, decidí invitar a la doctora corazón, a fin de romper mi propio tabú de asistir acompañado de –o acompañar a- mi novia en turno a una boda (por aquello del ramo y la corbata que suelen aventar los novios). No obstante, la Fatalidad me salvó una vez más porque de última hora a la doctora corazón la pusieron a dar consulta en urgencias y tuve que irme sólo.
Aunque a las dos horas la eché mucho de menos, porque llovía a cantaros en la carretera; tanto, que tuve que conducir muy despacio porque era tal la cantidad de agua precipitándose sobre el parabrisas de mi auto, que sólo se veía una opaca cortina resbalando continuamente, ante la cual los limpiadores se declararon impotentes.
El punto es que el viaje que estaba programado para durar tres horas, se prolongó casi tres horas más. Lo que propició que al llegar a la casa de mi amigo, para la supuesta despedida de soltero, sólo encontrara a una bola de tarados durmiendo en la mesa, el sofá, las escaleras y el suelo, totalmente fulminados por el alcohol. Entre ellos, por supuesto, el Luisito.
1 comentario:
JAJAJAJAJA, DE VERDAD QUE VIAJE TAN DIVERTIDO, OYE, DE HABER SABIDO, ME HUBIESES INVITADO, EL FIN DE SEMANA ME KEDE EN CASA COMO OSTRA, PENSANDO CON QUIEN APROVECHAR EL TIEMPO, NI MODO YA SERÁ PARA LA PRÓXIMA MI QUERIDO AMIGO, ME PREPARO PARA LEER LA SEGUNDA PARTE. UN BESO
MARYJOSS
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