Ahora sí, después de sortear algunos días llenos de trabajo y otros de completa y declarada pereza para escribir, por fin puedo publicar la réplica que estaba pendiente –desde un par de semanas- con relación a la idea de comunidad en el cristianismo, y la posibilidad de acercamiento al conocimiento teológico desde una posición laica, que no necesariamente agnóstica.
Como casi nadie me lee por acá, no es necesario aclarar a qué me refiero. Sólo espero que quienes fueron participes de la polémica suscitada aún la recuerden.
Chesterton, el autor de esa genial novela que es El hombre que fue jueves, citado por Umberto Eco en El Péndulo de Foucault, escribió no sin cierta ironía (en realidad el tipo era un irónico irredento, por eso me cae bastante bien) que “cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que no crean en nada, es que creen en todo”; en otras palabras, que el problema no es la incredulidad de los que no creen, sino la credulidad de los que lo creen todo.
Por esa razón es que mis incursiones en el campo de la teología, que dicho sea de paso, la entiendo como la autocomprensión del acto de fe y no como el estudio del sistema de dogmas sobre los que se asienta una religión, tienen lugar desde la perspectiva de la negación consciente de la posibilidad de conocer la esencia divina.
A esta forma de aproximación se le conoce como teología apofática, porque asume la imposibilidad de conocer, desde los límites de la razón humana, la esencia de Dios pues de él sólo sabemos que “es” y no “lo que es”. O como dijo en su momento Tomas de Aquino –que espero no sea descalificado por haber sido un vulgar monje de la pervertida confesión católica- De Deos nihil scimus: de Dios nada sabemos.
De hecho la propia definición de la teología como scientia intellectus fidei introduce una prudente distancia entre la religión y el sistema de creencias que la funda, y la dimensión de trascendencia que pretende el acto de fe. En este sentido, el doctor Carlos Mendoza –que fue mi profesor de teología sistemática- afirma que la teología en tanto intellectus fidei establece una clara diferenciación entre la creencia en un determinado sistema de dogmas, y las causales que fundan esa creencia, el metadiscurso que subyace como motivación de la fe, pues son precisamente esas causales las que interesan a la teología para poder entender el acto creyente en su propio devenir.
Por otra parte, Jon Sobrino, un gran teólogo recientemente censurado por el Vaticano, sostiene que la teología no sólo es intellectus fidei, sino también y principalmente intellectus amoris, porque no se trata de una construcción del intelecto, sino de la compasión con el oprimido. Y aquí es donde la teología se liga específicamente con el cristianismo, que en su etapa primigenia formuló un discurso dirigido hacia la subalternidad y estableció un modelo de convivencia fundado en la idea de comunidad entendida no en los términos sociológicos en los que en la hora actual la concebimos (Tönies, principalmente), sino en los de una asociación espiritual formada a partir de redes agregadas, sustentadas a su vez, en lazos fraternos cuyo elemento de cohesión era la creencia en las enseñanzas de Cristo Jesús y en la esperanza escatológica de salvación por él prometida.
No obstante, esas comunidades compartían también un mismo elemento de identidad que reforzaba su cohesión y espíritu de cuerpo. Ése elemento era su condición de exclusión social, no sólo en términos económicos, sino principalmente religiosos, porque seguían las enseñanzas de Jesús, tenidas por heréticas y sediciosas entre la corriente principal del judaísmo.
Aunque, por otra parte, es posible observar en esas mismas comunidades cristianas primitivas –cuya denominación como tales tuvo lugar hacia la segunda mitad del siglo I, en Antioquia, donde se habló por primera vez de los Christianoi, es decir, de las gentes de Cristo-, ciertos rasgos organizativos que más tarde se encontrarán en algunos experimentos de igualitarismo y comunitarismo sustentados en planteamientos doctrinales laicos de diversas ascendencias disciplinarias, pertenecientes a lo que ahora conocemos como ciencias sociales; y también en algunas experiencias religiosas de diversos movimientos y confesiones cristianas: cátaros, franciscanos, fraticellis, cuaqueros, pentecostales, etc.
Aquellos rasgos organizativos aparecen claramente definidos en Hechos 2 y 4, donde Lucas, el evangelista, narra la forma de constitución de la comunidad de Jerusalén, que compartía una misma hierofanía en proceso de construcción y una misma intención de poner en común los bienes materiales. Además, por supuesto, de una reproducción oral de las enseñanzas de Jesús dirigidas a los excluidos y a los oprimidos que, por su mediación, tenían la posibilidad de alcanzar la salvación y la vida eterna, como lo narra Juan en su evangelio (Juan 6, eso creo).
Como casi nadie me lee por acá, no es necesario aclarar a qué me refiero. Sólo espero que quienes fueron participes de la polémica suscitada aún la recuerden.
Chesterton, el autor de esa genial novela que es El hombre que fue jueves, citado por Umberto Eco en El Péndulo de Foucault, escribió no sin cierta ironía (en realidad el tipo era un irónico irredento, por eso me cae bastante bien) que “cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que no crean en nada, es que creen en todo”; en otras palabras, que el problema no es la incredulidad de los que no creen, sino la credulidad de los que lo creen todo.
Por esa razón es que mis incursiones en el campo de la teología, que dicho sea de paso, la entiendo como la autocomprensión del acto de fe y no como el estudio del sistema de dogmas sobre los que se asienta una religión, tienen lugar desde la perspectiva de la negación consciente de la posibilidad de conocer la esencia divina.
A esta forma de aproximación se le conoce como teología apofática, porque asume la imposibilidad de conocer, desde los límites de la razón humana, la esencia de Dios pues de él sólo sabemos que “es” y no “lo que es”. O como dijo en su momento Tomas de Aquino –que espero no sea descalificado por haber sido un vulgar monje de la pervertida confesión católica- De Deos nihil scimus: de Dios nada sabemos.
De hecho la propia definición de la teología como scientia intellectus fidei introduce una prudente distancia entre la religión y el sistema de creencias que la funda, y la dimensión de trascendencia que pretende el acto de fe. En este sentido, el doctor Carlos Mendoza –que fue mi profesor de teología sistemática- afirma que la teología en tanto intellectus fidei establece una clara diferenciación entre la creencia en un determinado sistema de dogmas, y las causales que fundan esa creencia, el metadiscurso que subyace como motivación de la fe, pues son precisamente esas causales las que interesan a la teología para poder entender el acto creyente en su propio devenir.
Por otra parte, Jon Sobrino, un gran teólogo recientemente censurado por el Vaticano, sostiene que la teología no sólo es intellectus fidei, sino también y principalmente intellectus amoris, porque no se trata de una construcción del intelecto, sino de la compasión con el oprimido. Y aquí es donde la teología se liga específicamente con el cristianismo, que en su etapa primigenia formuló un discurso dirigido hacia la subalternidad y estableció un modelo de convivencia fundado en la idea de comunidad entendida no en los términos sociológicos en los que en la hora actual la concebimos (Tönies, principalmente), sino en los de una asociación espiritual formada a partir de redes agregadas, sustentadas a su vez, en lazos fraternos cuyo elemento de cohesión era la creencia en las enseñanzas de Cristo Jesús y en la esperanza escatológica de salvación por él prometida.
No obstante, esas comunidades compartían también un mismo elemento de identidad que reforzaba su cohesión y espíritu de cuerpo. Ése elemento era su condición de exclusión social, no sólo en términos económicos, sino principalmente religiosos, porque seguían las enseñanzas de Jesús, tenidas por heréticas y sediciosas entre la corriente principal del judaísmo.
Aunque, por otra parte, es posible observar en esas mismas comunidades cristianas primitivas –cuya denominación como tales tuvo lugar hacia la segunda mitad del siglo I, en Antioquia, donde se habló por primera vez de los Christianoi, es decir, de las gentes de Cristo-, ciertos rasgos organizativos que más tarde se encontrarán en algunos experimentos de igualitarismo y comunitarismo sustentados en planteamientos doctrinales laicos de diversas ascendencias disciplinarias, pertenecientes a lo que ahora conocemos como ciencias sociales; y también en algunas experiencias religiosas de diversos movimientos y confesiones cristianas: cátaros, franciscanos, fraticellis, cuaqueros, pentecostales, etc.
Aquellos rasgos organizativos aparecen claramente definidos en Hechos 2 y 4, donde Lucas, el evangelista, narra la forma de constitución de la comunidad de Jerusalén, que compartía una misma hierofanía en proceso de construcción y una misma intención de poner en común los bienes materiales. Además, por supuesto, de una reproducción oral de las enseñanzas de Jesús dirigidas a los excluidos y a los oprimidos que, por su mediación, tenían la posibilidad de alcanzar la salvación y la vida eterna, como lo narra Juan en su evangelio (Juan 6, eso creo).
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