30 nov 2010

Introspección

Casi termina el año y este espacio casi ha quedado en el olvido. Pero lo más preocupante y quizá hasta triste, es caer en la cuenta de la involución que ha experimentado.

Cierto es que nunca fue un lugar donde se explayaran chispazos de lucidez, pero de vez en cuando aparecían algunas cosas dignas de leerse y de pensarse. Ahora se ha convertido, lo he convertido, en un burdo moleskine, terminajo probablemente demasiado pretencioso para aludir a una ordinaria bitácora donde han quedado registradas frivolidades sentimentales.

Quizá haya llegado el momento de reconocer y aceptar que la inteligencia ha quedado eclipsada por los lances de frivolidad sentimental y que la capacidad de escribir con una mínima dosis de coherencia y creatividad se ha extinguido.

Desde hace mucho tiempo había elegido el camino de las dificultades, las complicaciones, los obstáculos y los retos. Si hubiera que identificar ese momento de decisión en una etapa precisa, diría sin dudar que fue desde el primer día de clases de la escuela primaria y el primer signo fue que, mientras en mi salón de clases estaban las niñas más feas que hubiera visto en mis cortos seis años de vida (bueno, esto es una exageración, porque en realidad las niñas comenzaron a gustarme por ahí de los cinco años), en los otros salones estaban las que sí eran bonitas.

Todavía recuerdo ese lunes de la última semana de agosto de 1986, cuando, angustiado por tan decepcionante situación, me paré junto a la puerta, mirando hacia el largo corredor donde se encontraban los otros salones del primer grado, para ver si era posible que ocurriese el milagro de que por lo menos una niña bonita pudiera entrar en mi aula. Pero no fue así.

Ahí, junto a mí, estaba Iván, quien fue mi primer amigo de la etapa escolar primaria. Ahora no sé qué haya sido de su vida; ignoro si a estas alturas sea un profesionista exitoso, un padre de familia trabajador y honesto que se esfuerce en sacar adelante a sus hijos, o si andará conduciendo un taxi por las intricadas calles de alguna ciudad, o trabajando en algún restaurante de Brooklin, Nueva York.

Pero ese lunes de la última semana de agosto de 1986 ahí estaba, junto a mi, en la puerta de entrada del salón 1º A, de la escuela primaria “Justo Sierra”, diciéndome –mira, ella sí va a entrar aquí- mientras dirigía su mirada hacia la figura de una niña de tez blanca, cabello castaño recogido hacia atrás y trenzado, con ojos risueños, que intempestivamente detuvo su andar y dobló hacia un costado para ingresar por la puerta del salón del 1º B.

Desde ese momento, con esa señal, supe que todo lo demás no sería fácil.

Y efecto, mientras que a los alumnos de los otros grupos les había asignado a las profesoras más dulces y pacientes de todo el plantel, a nosotros nos tocó la maestra Lina. Una mujer gorda, de mirada irascible y ojos de azul perturbador, por no decir demoníaco.

Mi generación fue una de las últimas que fueron formadas bajo la máxima draconiana pero efectiva de que la letra con sangre entra y la maestra Lina era una experta empleadora de ese método.  

Reglazos en las manos, coscorrones y jalones de orejas y patillas eran tan sólo algunas de las técnicas que manejaba con destreza.

Los demás años de educación primaria transcurrieron más o menos en esa misma atmósfera y la relación con las niñas fue siempre difícil. De hecho, también tengo la sospecha de que sobre mi existencia pesa un extraño designio que dicta que a las niñas, ahora mujeres, que me gustan, yo no les guste, y que a las que no me gustan, les guste.

Al final, o para no parecer tan determinante, hasta este momento y en medio de mis congojas afectivas, tengo para mi que una de las principales lecciones que me han dado las circunstancias en las que me ha tocado vivir, es que todas las complicaciones se asocian a esa desgracia de no ser correspondiendo por las que yo quiero, y ser pretendido por aquellas de las que preferiría mejor correr.

Desde luego que ha habido algunas excepciones (y sí, tú eres una de ellas), pero aun en esos casos las circunstancias no han sido fáciles.

Y heme aquí, que justo ahora, mientras escribo estás líneas, descubro que los esfuerzos por cultivar la inteligencia, por destacar de entre la generalidad con pensamientos más o menos coherentes, se van directito al infierno cuando aparecen unos ojos bonitos y una sonrisa encantadora.

Y heme aquí, sintiéndome apenado por aceptarlo en un espacio que si bien es casi anónimo, alberga algunas cuántas posibilidades de ser leído por alguien más. Así que estimado lector casual, casi contingente, no me juzgues por parecer vano y por escribir estos párrafos casi inconexos, porque en ellos encuentro una válvula de escape a un estado de ánimo que en este preciso momento podría definir como sombrío y angustiante.

Por lo demás, en algún otro momento decidiré retomar esta terapia con más constancia y desempolvar un estilo corrosivo un tanto hilarante que, si me permites emplear la siguiente figura, es como la diástole de un ecocardiograma que indica que mi estado de salud afectivo es normal y equilibrado.

Y ya, por hoy y con estas líneas he expurgado eso que me molestaba.

Hasta nuevas venias.