23 abr 2013

El último encuentro

Sandor Marai y la impaciencia producida por su prosa elegante

Ahora que me reconozco sin pudor como uno más de los analfabetas funcionales que pueblan este parroquial país de globos, bicicletas y presidentes frívolos y superficiales, debo aceptar que me enteré de la existencia de Sandor Marai por simple casualidad, mientras leía una entrevista a un novel político presuntamente de izquierda que, al cuestionamiento sobre algunos de sus escritores favoritos, soltó el nombre de este húngaro, que unos días más tarde volví a escuchar en un noticiario matutino. Así fue como se suscitó mi interés hacia su obra.

Semanas más tarde, al acudir a la librería, caí en la cuenta de que Marai había sido un escritor prolífico y por tanto la elección de una de sus obras para un primer encuentro era estratégica. Porque con los narradores de vasta producción siempre es prudente escoger con dedicación el primer texto a leer, pues de él dependerá el apego o el rechazo a su prosa. Aunque también puede darse el caso, desde luego, de que sin importar la obra que se escoga, el escritor en todas será siempre el mismo. O también puede ocurrir que la convergencia de determinadas circunstancias propicien el trauma o la afección a un autor y sus escritos; como me sucedió con Imre Kertéz cuya Kaddish por el hijo no nacido llegó a mi haberes en una etapa en la que, hasta antes leerla, pensaba que era insondablemente crítica pero que comparada con el dolor impregnado en cada letra de esa historia no era más que un frívolo y superficial lapsus de estupidez.

En el caso de Marai, supongo que ni las circunstancias, ni quizá la elección de la obra sirvieron para que pudiera unirme al numeroso club de fans que elogian su escrupuloso estilo narrativo y la profundidad psicológica de sus personajes. Sencillamente el argumento central de El último encuentro no me pareció lo suficientemente sólido en su desarrollo para sembar en el lector la semilla de la reflexión en torno a la temática de la verdad y la apariencia, la amistad, el amor y la traición como valores y antivalores centrales en la definición del curso y el sentido de la vida de las personas, así fueran éstas parte de la menguante aristocracia del Este de Europa durante el tránsito del siglo XIX al XX.

Si hemos de dar crédito a la Wikipedia y la mayoría de los estudiosos de la obra de este escritor y periodista húngaro, El último encuentro es una de sus novelas más importantes, debido a que la escribió durante su etapa de madurez. En ella cuenta la historia de dos hombres que se conocen durante su etapa preadolescente en una escuela de formación de oficiales del ejército austrohúngaro. Provenientes de dos estratos sociales distintos y hasta contrapuestos, Konrad (el pobre) y Henrick (el rico), entablan una amistad que se prolonga a través de los años hasta que, oh si, la fórmula no es novedosa, una mujer aparece para introducir el elemento de discordia y disputa entre los amigos, que después de una fría mañana de caza en uno de los frondosos bosques húngaros, terminan separándose bajo la sospecha de la traición e incluso del intento de homicidio.

Después de ese episodio habrán de transcurrir 41 años, al cabo de los cuales el otoño ha llegado a la vida de Konrad y Henrick, mientras que la muerte ha sobrevenido como ejecutoria casi divina para la mujer que fue la causa de la separación de los dos amigos.

Es hasta entonces que deciden sostener un último encuentro, no en el sentido del final de una serie consecutiva de reuniones sociales, sino en el de la plena conciencia de que el ocaso de la vida es inminente. Ahí, en esa última cena, es en donde encontramos la más exasperante prueba de paciencia a la que nos somete el escritor, quien recuerre a una excesvia perorata victimista en voz de Henrick, el amigo traicionado, para tratar de conducir la reflexión en torno al descubrimiento de la verdad subyacente en los hechos como elemento sine qua non para la liberación de la conciencia, aunque al final termina pareciendo más bien que lo es para la satifacción de un capricho de un viejo aristócrata, que usa el encuentro para arrojar a la cara del antigüo amigo el cúmulo de sapiencia senil.

Aunque es una novela corta, queda la sensación de que pudo haber sido aun más corta, y que la elegancia de la prosa con la que está narrada en nada se hubiese sacrificado si el autor nos hubiera puesto en antecedentes de la historia de los personajes en menos páginas, y si nos hubiese ahorrado detalles insulsos. Al final, para introducir una reflexión existencial acerca de los universales del espíritu humano (valores, sentimientos, apetitos, etc) no es necesario dosificar en forma tan prolongada los detalles de una historia que comparada con su propósito principal (incitar a la reflexión acerca de la verdad), pareciera más bien secundaria o superficial.

Pero esa es solo mi modesta opinión de lector aficionado. Ya los críticos literarios seguramente tendrán juicios más informados y precisos para elogiar y recomendar la obra de este escritor. Como sea, el hecho concreto es que si a mi en lo particular me preguntaran si recomendaría o no la obra de Marai, respondería que sustentado sólo en El úlitmo encuentro no tendría elementos suficientes para decir que es un buen autor, pero que siempre será recomendable un escritor serio, sistemático, culto y perdurable en la memoria y el tiempo, a un best seller que al cabo de un par de años ya nadie recordará.

8 abr 2013

Estar a la mitad de esta carretera

Ha comenzado Abril. En la Ciudad de México ya se siente con fuerza el calor primaveral, quizá un tanto acentuado por la tradicional escasez de agua que suele presentarse en los días de la "Semana Santa" por causa del mantenimiento al sistema de distribución proveniente del Estado de México.

Afortunadamente en esos días, en los que es común ver a temprana hora a los vecinos de algunas colonias corretear en pijama a los camiones-cisterna (las "pipas") para negociar el llenado de sus respectivos depósitos, tambos, cubetas y cualesquiera otros medios de almacenamiento, yo acostumbro estar fuera de la ciudad. Como ha ocurrido en esta ocasión.

Sin embargo, contrario a la práctica habitual de quienes salen del Distrito Federal en el asueto de los días santos, yo no suelo ir a revolcarme en la arena de alguna playa barata y maloliente, ni a chapotear en las albercas rebosantes del lumpen proletariado llegado de los márgenes de la ciudad a algún balneario de los estados de México, Morelos o Hidalgo. Desde luego que tampoco acostumbro recorrer las calles en procesiones, ni flagelarme la espalda, ni asistir a representaciones teatrales que en ocasiones rayan en lo snuff acerca de la muerte de Jesucristo, como ocurre con los naturales de Guanajuato, Guerrero y Jalisco.  

No escribiré aquí acerca de lo que hago en esas fechas, pero sí de lo que no hice en esta ocasión; o más bien, de porqué no lo hice.

Resulta que por pecar en los días de guardar entregándome a los placeres de la gula, pesqué una gastroenteritis infecciosa marca "no llego al sábado de Gloria" (a propósito de las fechas) y tuve que quedarme en cama, alternando desde luego con frecuentes visitas al baño. Así que lo que originalmente había sido planeado como un asueto para relajarme, tomar una que otra cerveza fría y visitar uno que otro lugar, fue sustituido por visitas al médico, la farmacia y una dieta astringente.

Falto de previsión, o más bien, pleno de conciencia de la flojera que me produciría (ahora que me he convertido en un analfabeta funcional), no eché entre los objetos de mi maleta un sólo libro para que si quiera él pudiera acompañarme en mis momentos de congoja existencial y tormento gástrico. De modo que renuente a entregarme a la programación de los canales de televisión satelital, no tuve más remedio que permanecer durante largas horas acostado boca arriba, con la mirada fija en el techo, convaleciendo mi enfermedad.

Y como siempre ocurre cuando el ocio se apodera de la conciencia, se comienza invariablemente a pensar sobre una y mil cosas que cotidianamente son irrelevantes; como la letra de las canciones que suelen estar en el repertorio de nuestro reproductor portátil. En esta ocasión tocó el turno a "Sea", himno a la esperanza y la contingencia escrito por el gran maestro Jorge Drexler (que por cierto, vendrá a la Ciudad de México el 24 de abril próximo), que abre la composición haciendo referencia a estar a la mitad de la carretera, simbolizando con ello estar precisamente en el punto intermedio de un trayecto que ha sido complicado, plagado de retos, como la vida misma, que no es en modo alguno un regalo, como en ocasiones ilusa e ingenuamente se nos pretende hacer creer, si no un reto a superar, casi que un derecho a ser conquistado, sin más armas que las que la propia contingencia y la selección natural nos han dado.

Estar a la mitad del camino, del reto, de la adversidad o incluso de la prosperidad, es siempre motivo de reflexión porque supone pensar acerca de lo que se ha logrado, lo que se ha errado y lo que está por delante, lo que falta por hacer, por superar o por disfrutar. De lo que resulte de esa reflexión dependerán los ánimos para resistir y continuar o la debilidad para desistir.

Un pequeño momento de adversidad, trivial si se quiere, como una enfermedad pasajera, un momento de ocio tal vez más encauzado, da siempre oportunidad a pensar si uno mismo está o no a la mitad de la carretera. La única manera de saberlo es mirar hacia atrás y si aquellos recuerdos de la infancia y la adolescencia desprevenidas y despreocupadas, aparecen ya como punto lejanos, es muy probable que sí se esté a la mitad del camino. Pero también puede ser que el camino sea una metafora para denotar un reto que se ha tomado; uno de esos que se toman a veces con mucha determinación, con plena conciencia de los riesgos que implica, de las vicisitudes que habrá de concitar, o también de aquellos otros que se encaran sin nada más que arrojo momentáneo, de ese que generalmente es coronado con la muy folclórica expresión "¡chingue a su madre, a como nos toque y a ver qué pasa!".

Cuando se está en ese punto intermedio pueden ocurrir dos situaciones: una, que se abra una espiral de nostalgia, melancolía y angustia. Nostalgia por el pasado, por lo que fuimos, por lo que hicimos, por las risas de la infancia, por los recuerdos de la adolescencia y la ausencia de mayores tribulaciones que aquellas que imponía la angustia de saberse correspondido por quien en ese momento ocupaba nuestro pensamiento y nuestra imaginación. Melancolía por el shock que produce la conciencia de la realidad presente, tangible, perceptible y constantemente efímera a la vez, contrastada con el pasado que fue y ya no está. Melancolía por los que se han ido, pero nos han marcado, por los que han pasado de largo y los que se han quedado sólo un poco para luego emprender sus propios caminos, por todo lo que no se hizo y no se dijo, por el dolor y por la alegria, pues al final ambos contribuyeron a forjar lo que actualmente somos. Angustia por desconocer lo que vendrá adelante, saber si cuando, llegados al final de la carretera, en el examen final de la conciencia, los resultados de las acciones y las omisiones, de los pensamientos y las acciones, serán aprobatorios y satisfactorios o reprobatorios y frustrantes.

La otra situación es que el temple se imponga a los impulsos y la sensatez a las angustias. Que se adquiera la conciencia de que todo pasa, lo bueno y lo malo, pero siempre con la oportunidad de aprender algo, una lección impartida por las circunstancias. Esto siempre se dice fácil. Pero buscar "lo bueno" en medio de un infortunio, una lección a través de una pérdida, es tal vez uno de los desafios más complejos que haya que afrontar porque sólo será hacia el final cuando aquilatemos el esfuerzo invertido y el resultado obtenido.

Sea cual fuere de estas situaciones a la que nos enfrentemos, lo más importante será no quedarse a la mitad de la carretera, ni desandarla; sino ir siempre hacia adelante, con la certeza de que a cada paso se estará más cerca de la meta y que llegados a ésta seremos un tanto diferentes de quienes éramos cuando echamos a andar el camino. Con la conciencia de que caminar será siempre una oportunidad de aprender y madurar.