19 feb 2011

Tokio Blues, o del dolor y la memoria

Hace algún tiempo tuve una chica, o debo decir ella me tuvo a mi…

Así comienza la letra de Norwegian Wood, escrita por Paul Mccartney y John Lennon. Los acordes de la melodía remiten inmediatamente a los años sesenta y setenta; tienen un tono nostálgico, tal como la letra, que está llena de evocaciones.

En general la vida, cuando ya se tiene algún trecho de ella recorrido, adquiere sentido por el cúmulo de evocaciones que concita, las cuales son como esas señales luminosas que delimitan los carriles de las carreteras de cuota para que los conductores no se salgan del camino en los trayectos nocturnos.

Bajo esa lógica adquiere sentido la historia, tanto la personal como la del mundo, que al final es el escenario en el que las personas representamos nuestros respectivos papeles en una trama las más de las veces improvisada y contingente.

La historia es, pues, el recuento de lo que hemos sido y un señero retrospectivo que permite evaluar los aciertos y los errores para encarar con nuevas energías lo que venga en el futuro, que es siempre incierto e indeterminado, pero que puede afrontarse de mejor manera echando mano de la experiencia generada con el paso del tiempo.

Por eso cuando evocamos tenemos la oportunidad de observar las experiencias pasadas con una perspectiva diferente, como Lennon y Mccartney; o como Toru Watanabe, el personaje principal de Tokio Blues, novela escrita por el japones Haruki Murakami en 1987.

Watanabe comienza a evocar el pasado a propósito de haber escuchado los acordes de Norwegian Wood mientras espera para descender de un avión en el aeropuerto de Hamburgo.  Su memoria lo transporta hasta finales de los años sesenta de una capital japonesa convulsionada, como otras ciudades del mundo, por las protestas de los jóvenes universitarios en contra del poder establecido.

Ya desde la primera reflexión mientras mira por la ventanilla del avión “las nubes oscuras que cubrían el Mar del Norte”, el personaje deja entrever el ejercicio de instrospección y evocación por el cual nos conducirá a lo largo de las 383 páginas en las que nos cuenta su historia: “pensé en la infinidad de cosas que había perdido en el curso de mi vida. Pensé en el tiempo perdido, en las personas que habían muerto, en las que me habían abandonado, en los sentimientos que jamás volverían”.

Han pasado 18 años desde que dio inicio su tránsito personal desde la adolescencia hacia la edad adulta (o el adulterio, si atendemos a los episodios de promiscuidad que relata en algunos pasajes) y lo primero que recuerda es un prado verde y brillante rodeado de montañas, pero en esto quisiera dejar que el propio personaje exprese lo que aquí no podría ser más que una ordinaria reseña que despoja de toda la estética a una prosa impecable, fluida y, sin temor a exagerar, sublime:

“Incluso ahora, dieciocho años después, recuerdo aquel prado en sus pequeños detalles. Recuerdo el verde profundo y brillante de las laderas de la montaña, donde una lluvia fina y pertinaz barría el polvo acumulado durante el verano- Recuerdo las espigas de Suzuki balanceándose al compás del viento de octubre, las nubes largas y estrechas coronando las cimas azules, como congeladas, de las montañas. El cielo estaba tan alto que si alguien lo miraba fijamente le dolían los ojos. El viento que silbaba en aquel prado agitaba suavemente sus cabellos, atravesaba el bosque. Las hojas de los árboles susurraban y, en la lejanía, se oía ladrar un perro”.

Y claro, los cabellos que agitaba suavemente el viento que silbaba en aquel prado eran los de Naoko, una de las co protagonistas de la historia que encarna al lado oscuro de la feminidad, ese que es dominado por el pudor y la dubitación que en los casos extremos conduce a la demencia. De hecho, Naoko es la causante de que Watanabe nos obsequie la narración de su historia, pues ella fue su primer amor.

Pero no se piense por esto que se trata de una historia de amor del estilo convencional al que nos acostumbró la lírica occidental, en la que si bien existen elementos trágicos, éstos son subsumidos por la idea que la intensidad de la atracción de los amantes prevalece sobre cualquier adversidad.

Sí, es una historia del tipo “un chico conoce a una chica”, parafraseando a la voz en off de 500 días con ella, pero no es una historia de amor; sino sobre el amor y sus vicisitudes, es decir, la muerte, el dolor, la nostalgia, la indecisión, el crecimiento y la maduración, que es la etapa en la que ya es posible compaginar la experiencia del dolor con los intentos de ser feliz, cualquier cosa que eso signifique.

La otra co protagonista, Midori Kobayashi, es la antítesis de Naoko y representa precisamente la posibilidad de ser feliz y alcanzar la plenitud a lado de una persona. Y aunque Murakami pareciera poner como heroína a Naoko, yo y seguramente muchos lectores más, preferimos a Midori que aunque no ha tenido una vida fácil a sus 20 años, conserva siempre la energía, la vivacidad y la rebeldía propias de la juventud.

Al terminar de leer esta historia, es imposible no establecer cierto paralelismo entre la prosa de Murakami y las historias y personajes sórdidos de Milan Kundera, imbuidos también en la nostalgía y en cierto dejo de tristeza dentro del cual aprenden a ser felices, aunque en el trasfondo adviertan el vértigo de la soledad.

Una reseña no es suficiente para transmitir lo inefable que genera en el lector observar el cruce de las vidas de Watanabe, Naoko y Midori, que salen de la adolescencia y descubren que el mundo, con todo y sus miserias, o el hecho objetivo que describe con una parquedad implacable el protagonista principal de Noches Blancas de Dostoievksi (otro autor sórdido, a propósito del mood), de que está habitado por “criaturas malvadas y tétricas”, también alberga posibilidades para la realización de la felicidad, efímera, incierta, o si se quiere, placenteramente dolorosa (es un oximoron muy malo, lo sé), pero felicidad al fin y al cabo.

Para concluir, no sé si con el paso de los años o con las evocaciones propias de estos días, he devenido en una persona más sensible (o ridícula), pero debo decir que al finalizar la lectura de la novela inevitablemente me entró una basurita en el ojo. O quizá sea también, a efecto de justificarme, que mientras leía esos últimos párrafos escuchaba precisamente Norwegian Wood e imaginaba paisajes lluviosos, fríos y solitarios…

... esos japoneses en las cosas que nos hacen pensar. 

P.S. Mención especial merece la traductora Lourdes Porta Fuentes, no solo por guardar con escrúpulo el estilo del autor, sino por los breviarios culturales que obsequia en las notas al pie.