16 may 2013

Castelo Branco y el amor de perdición

En 1856 Portugal apenas superaba la contingencia sanitaria propiciada por una epidemia de cólera iniciada en 1853. En el resto de Europa, pero principalmente en Inglaterra y Alemania, comenzaban a organizarse los movimientos obreros que posteriormente darían origen a los partidos políticos laboristas, algunos de corte socialdemócrata y otros más canteados hacia el comunismo tan activamente promovido por Carlos Marx y Federico Engels por aquellos días. En Francia, Napoleón III instauraba el Segundo Imperio cuya influencia se hizo sentir incluso allende el Atlántico, como lo pudieron constatar los ecuatorianos con su idea de un Protectorado tutelado por el Imperio Francés y desde luego, algunos años más tarde los mexicanos con la invasión del ejército imperial.

En el ámbito literario la denominada revolución romanticista, que por increíble que parezca fue iniciada por los alemanes (creadores del idealismo y de la versión más acabada del racionalismo ilustrado con Kant y Hegel a la cabeza) y los ingleses impulsores del empirismo y el pragmatismo en las obras de Hume y Pierce, era reemplazada por el realismo impulsado por los escritores españoles y franceses.

En ese contexto, aunque ignoro la fecha precisa, fue en el cual se conocieron Camilo Castelo Branco, entonces incipiente escritor portugués avecindado en Oporto, y Ana Augusta Vieira Plácido, una mujer que fue a Castelo Branco lo que Bettina Von Armin a Goethe, una especie de fan empedernida, aprendiz de escritora inteligente y lúcida, aunque a diferencia de Bettina, bastante fea.

Su relación, al igual que las de los personajes de las novelas de Castelo, o quizá inspiradas en ella, fue tormentosa, prohibida, perseguida y estigmatizada. Cuando se conocieron, en aquel lejano 1856, ella tenía cinco años de matrimonio arreglado por su padre con un comerciante emigrado de Brasil, razón por la cual en 1860 fueron acusados por adulterio y Castelo, de 35 años entonces, condenado a un año de prisión al cabo del cual continuó su relación con ella pese a que seguía formalmente casada con Manuel Pinheiro, quien fallecería dos años después en 1863.

Un año antes, y en medio de las calamidades que afrontaba su relación marcada por el rechazo moral de la sociedad portuguesa de entonces, Camilo había publicado “Amor de perdición”. Una historia hecha con todos los rigores que dictaba el canon romanticista del que él fue uno de los últimos exponentes y que había sido escrita precisamente durante su reclusión en la cárcel de Oporto.

Esta obra aborda la historia de Simón Botello y Teresa de Albuquerque, dos jóvenes presuntamente enamorados que, como lo indica el nombre de la novela, son llevados a la perdición por causa de un sentimiento o cúmulo de sentimientos confusos que, si las circunstancias y tribulaciones que tuvieron que afrontar les hubiesen permitido detenerse un momento a analizarlos, tal vez habrían concluido que ni siquiera podían ser llamados “Amor” y que todo lo que padecieron, incluida la muerte y el destierro, no era necesario ante el tamaño de esa trivialidad.

Pero muchas veces las supuestamente “grandes historias de amor”, son así. De hecho tengo una teoría al respecto, a la cual he denominado la “paradoja de la Bella Durmiente”, inspirado desde luego en la parte no bonita de este cuento que por tener tal característica es poco conocida. Me refiero al hecho de que en las historias convencionales de amor, los amantes pasan todo el tiempo luchando contra las vicisitudes que amenazan a su relación y al cabo de vencerlas todas sólo conocemos que “vivieron felices para siempre”, cuando en realidad no es así.

En una de las versiones más antiguas de “La Bella Durmiente”, la relación entre ésta y el noble que la encuentra en el castillo abandonado –y que prácticamente la viola al sostener relaciones sexuales con ella mientras está en el trance profundo del sueño causado por la astilla evenenada- dura apenas una semana, después de la cual él la abandona para regresar con su esposa, quien al enterarse de su amorío y más aun, de que producto de la violación, la princesa durmiente tuvo gemelos, manda a secuestrarlos y ordena al cocinero prepararlos como plato fuerte para la cena mientras que para la princesa dispone una cruenta muerte en la hoguera.

Como se puede apreciar, el amor romántico ideado en la imaginación de escritores como Castelo, Goethe, Musset y un largo etcétera, es precisamente eso, una idea parcialmente concebida, un cuento de hadas cuya versión real y original tiene un final cruento y terrorífico.

10 may 2013

Historias de semáforos

Eran las cuatro de la tarde de ese martes de agosto. El verano, siempre atípico en esta parte del mundo, no ofrecía la convencional panorámica de las hojas secas cayendo de las copas de los árboles para tapizar las calles de distintas tonalidades marrón, ni los días soleados y calurosos coronados por un cielo despejado. Por el contrario, en las alturas de la bóveda celeste se cernían grandes nubes grises y blancas que, desplazadas velozmente al capricho del intenso viento, formaban tantas figuras como la imaginación de quien las mirase quisiera proyectar.

Abajo, en la calle, los tibios rayos del sol poniente bañaban los edificios, los parques y las avenidas, aunque continuamente eran eclipsados por el paso de las nubes, entre cuyos cúmulos los haces de luz se abrían paso produciendo un sublime espectáculo que acontecía majestuoso ante las indiferentes miradas de quienes caminaban a prisa por las aceras, así como entre las de quienes circulaban lenta y resignadamente en sus automóviles, con expresiones de hastío en sus rostros, absortos en sus pensamientos o simplemente distraídos por cualquier detalle de esa ordinaria estampa urbana.

A través del amplio ventanal del autobús que lo conducía de vuelta a casa, en medio del raudal del tráfico propio de esa hora del día, él dirigía la mirada hacia el profundo carmesí que aparecía en el horizonte. En sus manos sostenía un libro del que faltaban unas cuantas páginas para concluir su lectura. Había decidido precisamente descansar un poco sus ojos cuando reparó en el espectáculo que acontecía en el cielo, mientras en sus audífonos sonaba una vieja canción que creaba una atmósfera de introspección, o -si se permite al narrador realizar un breve apunte- de esa condición espiritual que en alguna de sus obras Hannah Arendt denominó como “solitud”.

Ahí, en ese ambiente intimista, comenzó a pensar en algo que había leído hacía ya algunos años en una obra de un escritor checo, acerca de la contingencia de los encuentros y el entrecruzamiento de historias personales. Mientras reflexionaba en torno a la relación entre necesidad, posibilidad, contingencia y determinación, el autobús había detenido su marcha obedeciendo el alto marcado por la luz roja del semáforo justo frente al paso peatonal paralelo a la avenida que pretenía atravesar.

Afuera, a través de la amplia ventana, se podía observar que ella también esperaba al cambio de luz para proseguir su camino. Un par de calles más adelante alguien aguardaba su llegada, sentado a la mesa de un pequeño y agradable café.

Casualidad, destino o contingencia, juzgue el lector lo más conveniente, ella también dilucidaba acerca de lo fortuito de los encuentros, de las miradas, de las sonrisas, de las historias que había detrás de cada una de las personas que a su alrededor también esperaban en ese cruce de avenidas para continuar sus respectivos trayectos.

Ambos, en esa fugaz coincidencia, si es que pudiera considerarse como tal al hecho de compartir por unos instantes un mismo punto en el espacio, ignoraban la existencia del otro.

Y he aquí la sorprendente capacidad de la literatura para deshilvanar historias, contar las acontecidas e inventar las improbables.

Y he aquí también las ventajas de la omnisciencia del narrador, que puede adelantarnos que ese encuentro, hasta ese momento potencial, se materializaría algunos años más tarde, unas calles más adelante; justo en el café en el cual la esperaban a ella esa tarde de martes de verano.

Lo que sucedió ahí, en ese lugar a donde la contingencia los llevó a ambos, queda para que el gentil lector imagine su propia historia.