Como recordará el estimado lector, en la colaboración anterior
articulamos dos intentos de respuesta a la consigna enarbolada por diversos
sectores de la sociedad encabezados por los familiares de las víctimas y los
estudiantes normalistas desaparecidos en los hechos del 26 de septiembre de
2014 en Iguala, Guerrero.
A partir de una noción mínima de lo que es el Estado planteamos en ambas
respuestas la existencia de indicios claros de la participación de éste, ya sea
por acción u omisión, en los acontecimientos que acenturaron la crisis de
confianza y credibilidad en las instituciones y procedimientos de procuración
de justicia, además de causar un considerable daño a la imagen internacional de
México y a la narrativa con la cual el Gobierno Federal había pretendido
promocionar al país como un atractivo destino de inversión, luego de la
aprobación de las reformas estructurales realizadas durante los dos primeros
años de la administración del presidente Enrique Peña Nieto.
En esta segunda entrega el objetivo es profundizar en el déficit de
confianza institucional prevaleciente en el país como problema estructural, el
cual en tanto no sea atendido constituirá el principal riesgo para la
implementación de las reformas, así como para la estabilidad y la gobernabilidad
en el corto y mediano plazo.
Pero antes es conveniente hacer una precisión analítica en el sentido de
que responder afirmativamente a la pregunta de si el Estado tuvo
responsabilidad en los hechos de Iguala no es una toma de posición política,
sino una conclusión derivada de un razonamiento lógico conceptual de los
acontecimientos, en el cual a partir de la información disponible se puede
observar que en el nivel municipal el Estado ha sido minado por la delincuencia
organizada a tal punto que los servidores públicos de esa esfera responden
prioritariamente, sea por miedo o por cooptación, a los intereses de los grupos
criminales; lo cual produce la paradoja de que mientras en el nivel más alto
(federal) el Estado ha hecho esfuerzos para combatir a la delincuencia, en el ámbito
de lo local ésta tiene el poder de controlar a las autoridades municipales y de
someter a regiones enteras. Así es como se explica que en éste nivel el Estado
haya tenido responsabilidad activa en los acontecimientos de Iguala y en otro
(el federal) haya incurrido en una responsabilidad pasiva por su tardía
reacción, así como por la falta de sensibilidad, talento y eficacia para
conducir las investigaciones ministeriales del caso y la procuración de
justicia.
Al respecto hay que mencionar que el desempeño institucional del Estado
mexicano cuando menos en el último siglo se ha caracterizado por recurrentes
episodios de disfuncionalidad que han desembocado en crisis políticas, sociales
y económicas debido a una distorsión de origen persistente a lo largo de ese
amplio periodo que es la corrupción, la cual invariablemente ha dado al traste –en
la etapa de implementación- al más avanzado diseño institucional que los
legisladores y funcionarios gubernamentales hayan podido confeccionar. Y por
supuesto, a la corrupción está ligada la ausencia casi generalizada de una
cultura de la legalidad en la sociedad mexicana, que asociada a la desconfianza
prevaleciente produce una triada perversa que constituye una debilidad
estructural, a partir de la cual surgen otras fallas como la impunidad y la
incapacidad del Estado para cumplir su tarea fundamental de garantizar el
derecho a la vida de sus ciudadanos y, por tanto, su déficit de legitimidad
expresado en la reticencia de éstos para continuar reproduciendo la dinámica de
mando-obediencia.
En este contexto es en el que se explican algunas estadísticas
relacionadas con la confianza y la percepción de eficacia de las corporaciones
policíacas en el país, como las publicadas en 2014 por México Unido Contra la
Delincuencia, según las cuales cuatro de cada 10 mexicanos considera “muy
peligroso” ayudar a la policía de su localidad a realizar su trabajo; o las
difundidas ese mismo año por el INEGI en el sentido de que casi el 70% de los
mexicanos considera “poco” o “nada efectivo” el desempeño de las policías
estatales y municipales.
Pero ahí no para el problema. Por lo que hace al siguiente eslabón del
proceso de procuración de justicia que son los ministerios públicos la
situación es muy similar. Datos de la Encuesta Nacional de Victimización y
Percepción sobre Seguridad Pública 2013 indican que el 58% de los mexicanos
tienen “poca” o “nada” de confianza en los ministerios públicos y las
procuradurías. Desde luego, esta situación en gran medida se debe a la
impunidad imperante en el sistema de procuración e impartición de justicia,
pues tan sólo en el fuero común de los casi 20 millones de denuncias
presentadas entre 2000 y 2012 sólo se dictaron poco menos de millón y medio de
sentencias condenatorias, es decir, menos del 1%.
Así pues, a partir de esta consideraciones se puede entender la
reticencia de los familiares las víctimas de Iguala y de amplios sectores de la
opinión pública a aceptar la “verdad histórica” de los hechos ofrecida por la
PGR, así como la credibilidad y aceptación que ha tenido el informe acerca de
las investigaciones ministeriales realizado por un grupo de presuntos expertos
en ciencias forenses, el cual ha servido de excusa para desplazar los elementos
técnicos con argumentos políticos que respaldan o condenan determinadas
posiciones de los actores involucrados en el tema.
De modo que a partir de estos lamentables acontecimientos que han
exhibido el nivel real de desarrollo político en México y el grado de
penetración de la delincuencia organizada en las estructuras de autoridad,
sustentado en la corrupción y la impunidad, es factible concluir que en tanto
no se ataque la triada perversa corrupción-desconfianza-endeble cultura de la
legalidad, inevitablemente persistirá la debilidad institucional. En eso nos
enfocaremos en la última entrega de esta colaboración.
Publicado en El Imparcial 27/09/2015