13 ago 2013

Aquellos tiempos...

Para seguir con la nostalgia y el pañuelo de la última entrada de este anónimo e intrascendente blog, en esta ocasión escribiré acerca de mis años maravillosos como pobresor universitario motivado por una charla reciente acerca de aquellos tiempos y el reciente inicio de los cursos en la Universidad.

Si bien desde que estudiaba la licenciatura ya consideraba la idea de algún día convertirme en profesor, en gran medida motivado por la enorme admiración que sentía por los maestros que me dieron clases, no visualizaba tan próxima la posibilidad, ni tan circunstancial como ocurrió.

Sucede que como resultado de mi innata inteligencia y dedicación al estudio, desde que ingresé al primer semestre de Ciencias Políticas y Administración Pública había obtenido buenas notas en todas las asignaturas. Sin embargo, al terminar de cursar Filosofía y Teoría Política Contemporáneas en el séptimo semestre obtuve la deshonrosa nota de 9.5 para mi ensayo final que versaba sobre alguna mamada metafísica relacionada con la política, pero en el cual -dicho sea de paso- ya se vislumbraba con mucha claridad la complejidad, vastedad e intrepidez de mi pensamiento.

Indignado por tan deplorable acontecimiento, me dirigí a la oficina de la profesora que había impartido el curso para exigirle una explicación objetiva y contundente del porqué de esa nota tan ignominiosa. Ella me recibió amablemente y con mucha cortesía me explicó que mi ensayo le había parecido una soflamería pretensiosa, pero que comparada con las estupideces que mis demás compañeros habían escrito, era la soflamería con la nota más alta ya que nadie había alcanzado el 10 como calificación, lo cual restituyó mi orgullo intelectual y me hizo sentir como un filósofo o sociólogo francés (por aquello de la soflamería pretensiosa).

Acto seguido a las aclaraciones y disculpas pertinentes, la profesora me preguntó sí me gustaría ser su ayudante en el próximo curso, en el cual impartiría la asignatura de Filosofía y Teoría Política II, que era la continuación de la revisión de los filósofos y teóricos políticos clásicos que iniciaba en Gianbattista Vico y culminaba en Max Weber.

Evidentemente le respondí que aceptaba con gusto ser su ayudante y que estaba dispuesto a tolerar estoicamente ser su gato particular, cargarle el bolso, llevarle el café y firmarle sus asistencias a cambio de que me iniciase en el arcano mundo de la academia (la de la docencia, no la de TV Azteca).

Así fue como, al inicio del siguiente curso, siendo las seis de la tarde en punto, me apersoné en el salón B 301 de la Facultad, cerré la puerta tras de mí y dirigí la mirada a la docena de alumnos que miraban con incredulidad y quizá también con un tanto de decepción, que alguien un par de años mayor que ellos sería su profesor adjunto -en adelante “el adjunto”- probablemente durante todo el semestre, pues era práctica común entre algunos profesores de carrera no impartir sus clases por considerar casi una humillación tener que enseñar en licenciatura. Pero éste no era el caso. Con la profesora titular habíamos acordado que yo impartiría la primera media hora de la clase y la hora y media restante la impartiría ella.

Así que ahí estaba yo, con mis veintipocos años a cuestas, mi morral de intelectual progre de Coyoacán, mis notas acerca de la “Historicidad de la filosofía política” escritas en un bloc óptico, mi gis y mi borrador.

Con un poco de inseguridad en la voz que denotaba mi nerviosismo me presenté ante los alumnos diciéndoles que yo sería el ayudante de profesor. Sólo hasta el momento de pronunciar esas palabras fui consciente de la responsabilidad que denotaban, pues implicaban tener que hacer todo lo que el profesor titular no tenía ganas de hacer, es decir, revisar los controles de lectura, calificar los ensayos, recomendar bibliografía y atender a los alumnos con dudas sobre los temas de la clase.

Ya cuando comencé a disertar sobre el tema que había preparado y noté en la mayoría de los rostros que prestaban atención a mis palabras, comprendí que más allá de la charolez que significaba ser profesor universitario, realmente me gustaba el oficio de enseñar.

Sin embargo, todo lo narrado hasta ahora no describe cómo era mi actitud ya como profesor titular, pero lo resumiré en un par de palabras: era un profesor gandaya. Es decir, no era el tipo de profesor que quería ser amigo de los alumnos, ni el pedante que pretendía mirarlos siempre hacia abajo, ni mucho menos el que quería tener un club de fans que lo alabara.

Era más bien distantemente cordial o sobriamente amable. Aunque ahora que lo pienso, creo que en realidad sólo me importaban los alumnos cuando estaban en mi clase. Me interesaba que retuvieran un poco de lo que les decía, que hicieran caso de la bibliografía que les recomendaba, que se interesaran en los libros de literatura que les leía en la última hora de la clase de los viernes. Pero fuera del salón lo cierto es que detestaba que se me acercaran, que intentaran ser mis amigos, que las alumnitas tontitas y bonitas mostraran su síndrome de Julissa (por aquello de querer ser las consentidas del profesor). No me interesaba tener fans y cuidaba mucho mi endeble e incipiente imagen de joven profesor. No podía darme el lujo de que los demás colegas me vieran por los pasillos con un enjambre de alumnos rodeándome. Me disgustaba.

A estas alturas y después de ya varios años de haber dejado la Facultad no sé si mi desempeño fue bueno, malo, regular o intrascendente. Nunca me he encontrado a algún alumno para preguntárselo o para que me lo diga. Pero me queda el recuerdo haber sido parte de la Universidad, de haberme esforzado en preparar las clases y de intentar hacer entendibles los en ocasiones oscuros párrafos de la obra de algunos autores y de escuchar y aprender a tolerar una diversidad de opiniones y también –porqué no- de sinsentidos, como las estupideces de este blog.