Transcurrieron 23
años desde aquel lejano 5 de mayo de 1989, fecha de la fundación formal del PRD
como resultado de una coalición de pequeños partidos, organizaciones civiles y
varios ex priistas de izquierda encabezados por Cuauhtémoc Cárdenas, hasta el
10 de septiembre de 2012, cuando en un acto multitudinario realizado en el
Zócalo de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador, ex dirigente
nacional y ex candidato presidencial perredista anunció la renuncia a su
militancia en el partido, significando con ello la fractura del único
experimento relativamente exitoso de unificación de la izquierda mexicana.
Posteriormente, en
noviembre de 2014 la debacle del denominado “partido del sol azteca” se hizo
mucho más patente con la renuncia pública de Cuauhtémoc Cárdenas, hasta
entonces considerado el líder moral del partido, en medio de una profunda
crisis de credibilidad e imagen de éste a raíz de los hechos violentos de
Iguala, Guerrero, en los cuales quedó de manifiesto el contubernio existente
entre el alcalde de extracción perredista y el crimen organizado para perpetrar
la matanza y desaparición de decenas de estudiantes normalistas opositores a su
administración.
No obstante, el
inicio del declive del PRD es muy anterior a estos acontecimientos y es posible
rastrearlo desde 2008 cuando la corriente interna mayoritaria Nueva Izquierda
–periodísticamente conocida como “Los Chuchos”- llegó a la dirigencia nacional
del partido y comenzó a implementar una estrategia de alianzas
político-electorales demasiado pragmática, en la cual la afinidad ideológica y
la probidad pública de sus candidatos a diversos puestos de elección popular
quedaron en segundo plano ante su nivel de competitividad y posibilidades de
triunfo.
Pero no sólo eso.
También en el ámbito parlamentario desplegaron una línea de colaboracionismo
inescrupuloso a cambio de concesiones presupuestales para sus gobernadores y
alcaldes, hasta llegar al punto culmen que catalizó la pérdida de cohesión e
identidad cristalizado en el Pacto por México, con cuya participación
legitimaron una serie de reformas contra las cuales históricamente se habían
opuesto por resultar contrarias a sus postulados ideológicos.
Los resultados
electorales del pasado 5 de junio fueron la última advertencia de que el
partido había llegado al filo del precipicio al perder poco más de 30 curules
en la Cámara de Diputados principalmente ante MORENA, el partido formado por
López Obrador, la gubernatura de Guerrero ante el PRI como castigo del
electorado por el tema de Iguala, y ocho jefaturas delegacionales en el
Distrito Federal ante MORENA y el PRI, en gran medida como resultado de la
errática administración de Miguel Ángel Mancera quien irónicamente ni siquiera
es militante perredista.
Esta situación
propició que las corrientes minoritarias solicitaran la renuncia de Carlos
Navarrete al frente del partido, a fin de iniciar un proceso de reflexión y
reconstrucción del mismo bajo la conducción de un nuevo liderazgo con capacidad
para unificar y conciliar a los diferentes grupos y neutralizar el riesgo de
convertirse en la cuarta fuerza política desplazados por el Partido Verde, con
lo cual no quedaría lugar a dudas del corrimiento del electorado hacia el
centro-derecha y correspondientemente del sistema de partidos.
Sin embargo este
proceso de reconstrucción no ha sido del todo atinado y más bien se ha
caracterizado por la improvisación y la falta de claridad respecto a la
estrategia para lograr tal objetivo. Muestra de ello es la ocurrencia de
ofrecer la dirigencia nacional a personajes de la sociedad ajenos ya no se diga
a la militancia partidista sino a la izquierda, ignorando o pasando por alto a
los cuadros internos formados durante años de militancia sin que necesariamente
implique que sean personajes de otra época histórica, como en su momento sí lo
fueron Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo o el propio López Obrador.
Pero lo más
preocupante es que la búsqueda de este nuevo liderazgo pareciera no estar
enfocada a hallar un perfil de fuertes convicciones democráticas que renueve la
visión y organización del partido, sino a encontrar a un padre providente que
conduzca a las “tribus” infantiles ávidas de orientación y tutela. En otras
palabras, pareciera que este partido y en general el resto de las
organizaciones partidistas de la izquierda mexicana aún no han alcanzado un
nivel de institucionalización tan sólido que les permita sobrevivir ante la
ausencia de su líder máximo y/o fundador.
Y es tal y tan
apremiante esa necesidad, que la llegada de un personaje tan gris y tan menor
en la política y en la intelectualidad como lo es Agustín Basave, ha sido
recibida con gran entusiasmo y esperanza en el PRD, a tal punto que diferentes
corrientes internas y militantes destacados han enviado señales en el sentido
de que podría ser el próximo dirigente.
Sin embargo, las
cosas no son tan sencillas como parecen, pues quien quiera que sea el personaje
que asuma la dirigencia perredista tendrá que pasar necesariamente por la
aduana de la competencia en un proceso interno que le otorgue legitimidad,
margen y capacidad de operación política. De otra manera el remedio podría
resultar más riesgoso que la enfermedad y de ser el caso, entonces al PRD le
quedaría muy a modo de descripción del estado crítico por el que atraviesa, la
frase que intitula una de las novelas de Jorge Ibargüengoitia: estas ruinas que
ves.
Publicado en El Imparcial 13/09/2015