Aquel día regresaban del río más temprano que de costumbre, con una pesca generosa, que era la causa de la enorme satisfacción que ambos reflejaban en el rostro y en la vivacidad de sus movimientos.
El discípulo jalaba sobre sus hombros del pequeño armatoste, cuya plataforma de madera transportaba la cesta repleta de pescados.
Lo agreste del estrecho camino, que se internaba en medio de un bosque de robustos pinos y oyameles, que se alzaban rectos e imponentes sobre un suelo cubierto de muerdago, hacía que el giro de las desvencijadas ruedas fuera todavía más lento y ruidoso. Pero eso no le importaba al joven discípulo, que jalaba con mucha energía mientras mirada a su alrededor la majestuosidad del bosque.
El maestro caminaba un poco más adelante con paso lento. Había cruzado sobre sus hombros la red que poco antes habían utilizado en el río; como aun estaba mojada, iba escurriendo de las puntas pequeñas gotas de agua que dejaban a su paso un rastro momentáneo, visible apenas el tiempo que la tierra tardaba en absorberlo.
Como había logrado adquirir un mayor dominio sobre sus emociones con el paso de los años y la meditación, sus movimientos eran menos avispados que los de su joven discípulo. Sin embargo, podía notarse en sus ojos un discreto destello de alegría.
Mientras caminaba concentrado en escuchar y recrearse en los sonidos del bosque, el discípulo le preguntó:
-Maestro ¿es verdad que para que el amor subsista, debe haber fidelidad?
El maestro, volviendo ligeramente la mirada pero sin dejar de andar, le cuestionó a su vez:
-¿Por qué lo preguntas? ¿Qué te hace suponer eso?
-Escuché que la ley de los hebreos así lo transmitió a los pueblos de Occidente, pero de forma muy curiosa- dijo el discípulo y prosiguió- porque lo ordenaron por medio de una prohibición, que es esta: no desearás a la mujer de tu prójimo.
Al oír estas últimas palabras, el maestro dejó escapar una leve sonrisa y repuso:
-Cierto, joven amigo, la fidelidad es el sustento del amor. Y la ley que la sustenta a ella, a su vez, es prohibitiva; pero no al modo en que la presentaron desde hace siglos los hebreos, porque desde entonces resultó estrecha en sus alcances y por tanto poco efectiva como ley.
-Entonces ¿se trata en realidad de una prohibición más amplia?
-Sí,. Aunque pueda parecer paradójico. Lo que sucede es que los hebreos, que todo el tiempo se lo pasaban peleando por las cabras y las mujeres, suponían que el amor carnal era heterosexual. De ahí que su apotegma moral fuera ordenado como tú lo has mencionado: no desearás a la mujer de tu prójimo- dijo el maestro.
-Pero si el mandamiento de los hebreos es muy limitado, ¿cuál es, entonces, el imperativo correcto en torno a la fidelidad?- preguntó el discípulo con el ceño fruncido y una expresión de ávida curiosidad.
El maestro le respondió:
-Para que la fidelidad pueda ser el sustento del amor, la máxima correcta es esta: no desearás a la mujer de tu prójimo, ni a tu prójimo. O mejor todavía: no desearás a la mujer de tu prójimo; ni al prójimo de tu prójimo.