No debería ser motivo de orgullo, lo sé; pero si hay algo de lo que puedo preciarme es de que, casi invariablemente, conservo la memoria de lo que digo o hago cuando visito ése estado de toda república etílica que es el estado de ebriedad.
De ahí que me resulte un tanto irritante que me quieran tachar de insensible, falto de experiencia o simplemente estúpido, cuando en algún momento de la charla niego la existencia del amor; lo cual generalmente ocurre casi al final de la fiesta o reunión, preciso en el momento en que las canciones de José José, María Dolores Pradera o José Alfredo Jiménez suenan en el reproductor de música, invitando a los beodos sobrevivientes a entonar estrofas cargadas de una misantropía tal, que hacen ver al Dr. House o Mr. Scroogle como burdas botargas de Barny haciendo un patético numerito en la fiesta de cumpleaños de un niño de kinder.
Y es que no sé por qué, pero se ha vuelto una constante que cuando afirmo que el amor no existe, siempre hay alguien –generalmente una mujer- que intenta convencerme de lo contrario (a veces con argumentos y a veces con otros ardides… pero infructuosamente); o bien, siempre hay alguien que con una magnánima condescendencia me dice, palabras, palabras menos: “pobre pendejo, no sabes lo que estás diciendo”. Pero en cualquier caso, la constante es el temor a siquiera pensar por un momento en que ésa idea, la del amor, sea simplemente eso, un concepto que existe en esa dimensión que Cornelius Castoriadis –ignoro si hubo alguien antes que él- llamó el imaginario colectivo de la sociedad.
Más allá de las narrativas de la experiencia amorosa, que no son más que sublimaciones de la experiencia carnal, sólo hay deseo y sensualidad. Y es así porque los seres humanos somos animales sensuales, conocemos primeramente por medio de los sentidos y después a esa experiencia le otorgamos una significación de objeto, es decir, la abstraemos del mundo de las sensaciones y la proyectamos mentalmente como una idea. Esto es lo que pasa con la experiencia religiosa, por ejemplo; a la sensación del miedo ante lo desconocido, que es precisamente aquello que imaginamos que puede suceder más allá del mundo de lo que aparece a nuestros sentidos, le damos una dimensión objetiva, la volvemos un objeto al que pretendemos ligarnos mediante un proceso del pensamiento que es el acto de fe. De aquí precisamente la palabra re-ligatio, religación, religión.
Lo mismo sucede con la experiencia sensual del deseo; no es casual por ello que amor y religión se ubiquen en el mismo plano del acto de fe, del querer creer en la existencia de un objeto que nosotros mismos hemos creado, pero que posteriormente hacemos que nos desborde para que se nos aparezca como algo extraño (que es la idea de la alienación planteada por la ontología marxista). Y si me apuran, hasta el axioma teológico Deus charitas est, Dios es amor, entra en esta relación, pues tanto Dios como el amor son productos sociales que no existen con independencia de una colectividad humana que los piense.
Afirmar que el amor no existe no debería de parecer tan terrible si aceptáramos que, despojada de toda narración, la relación afectiva entre dos personas es simplemente la realización o satisfacción del deseo que nos exige la parte volitiva de nuestra condición de animales sensuales. Aunque en este punto sería conveniente precisar que sensualidad y sexualidad no son la misma cosa, con todo y que “la cosa” las relaciona a ambas, pues la atracción que surge de los sentidos (sensualidad) tiene precisamente su origen en el apetito sexual. Y sólo en esta lógica adquiere validez la ridícula idea de “hacer el amor”, que no es más que un eufemismo para referirse al acto de copular.
Ya todo lo demás, es decir, la sublimación de la búsqueda del placer, es pura paja mental producto de la moral y de las costumbres, esto es, de la cultura, que puede imponer la idea de que solamente es lícito permanecer e incluso poseer a una sola persona (monogamia); o bien, la idea de que se pueden poseer cuantas personas pueda mantener la situación económica personal (poligamia).
De modo pues, que al afirmar que el amor no existe, no pretendo negarme a los placeres de la carne; más bien lo que intento es allanar el camino para que todos nos convirtamos en sibaritas sexuales, libres de los compromisos impuestos por las convenciones sociales. Nada más.