Hace algún tiempo el escritor libanés Amín Maalouf decía en una entrevista para algún diario inglés, que uno de los efectos más perniciosos de la televisión en relación con la violencia era la repetición permanente de las imágenes de dolor causadas por la muerte y los conflictos animados por diversos motivos, debido a que ésa repetición propiciaba que los televidentes perdieran la capacidad de asombro, volviéndola una actitud mecánica lista para ser empleada ante la siguiente imagen violenta.
Los recientes sucesos ocurridos en México comprueban fehacientemente el diagnóstico de Maalouf, pues en menos de un mes los teleespectadores hemos sido sometidos a fuertes dosis de imágenes violentas con al menos tres factores comunes que resultan inquietantes: mesianismo, frustración social e individual y hartazgo.
Ahora, ¿por qué estos factores son inquietantes? Porque al menos dos de ellos, la frustración y el hartazgo, son comunes a la gran mayoría de las personas que en algún momento de nuestras respectivas vidas los experimentamos inevitablemente; y porque el otro, es decir, el mesianismo, es un potencial elemento de articulación de una acción colectiva que podría devenir en inestabilidad social; en caso contrario habría que pensar en la posibilidad de que un individuo desequilibrado como el denominado “asesino del metro Balderas” o el presunto predicador de origen boliviano Josmar Flores tuviera un mínimo de influencia real en un pequeño número de personas con sus mensajes de pseudo revelados de alerta ante la inminente pauperización de las condiciones generales de vida. De hecho la estela de pólvora que conduciría al gran estallido social se encuentra diseminada por todo el país, en fundamentalismos políticos y religiosos tanto de derechas como de izquierdas, católicos, protestantes y musulmanes que están a la espera de que una pequeña chispa la encienda.
Por otra parte, estos acontecimientos de desesperación y cierto milenarismo se ubican en dos dimensiones sociológicas que bien valdría la pena analizar. Por un lado está la dimensión individual, en la que la carencia material y espiritual aunada a la angustia e incertidumbre propiciadas un entorno de inseguridad y escasas oportunidades de desarrollo, conduce a cálidos refugios discursivos que progresivamente evolucionan hacia enardecidas arengas en contra de la comunidad, la sociedad y el Estado, como responsables de la indigencia y precariedad. ¿Qué otra cosa si no eso son precisamente los cultos religiosos como el “pare de sufrir”, las asociaciones de autoayuda para superar problemas de adicción ubicadas en los sitios más marinados de las ciudades, y las pandillas estilo “Marasalvatrucha” que ya han comenzado a surgir a lo largo de México?
Por otro lado está la dimensión institucional, la de la política y de las estructuras económicas que han hecho crisis. En un país donde sólo pequeños grupos tienen acceso a privilegios, donde se usan irracionalmente y con una visión cortoplacista los recursos escasos, donde los valores han sido eclipsados por el discurso del relativismo y la idea de comunidad ha sido suplantada por la del individuo que no necesita de la interacción social si tiene a su alcance una computadora con acceso a Internet para incorporarse a su red social, el resentimiento es la divisa de cambio de los que han sido excluidos.
Los niveles de violencia imperantes en parte son propiciados por la pobreza y la frustración, pero también son una reacción ante la marginación. Los excluidos de ahora ya no matan por hambre, como ingenuamente creen algunos militantes que se dicen de izquierda, matan por rencor y en la forma de cometer sus crímenes se puede medir su nivel de odio: decapitaciones, asesinatos a mansalva, cruentas torturas físicas y psicológicas, e incluso canibalismo.
En menos de cinco años se han registrado casos continuos de psycho killers: Bulmaro de Dios Arias, “El Caníbal de Cancún” aprendido en 2004; Juana Barraza Samperio, “La Mataviejitas”, capturada en 2006; José Luis Calva Zepeda, “El Caníbal de la Guerrero”, arrestado en 2007; Santiago Meza López, “El Pozolero”, capturado en Enero 2009; y Luis Felipe Hernández Castillo, “El Asesino del Metro Balderas”, a quien millones de personas vimos en horario estelar asesinar a dos personas en lo que bien podría considerarse un acto de terrorismo.
Todas estas personas tienen en común su origen humilde y su sociopatía. Todas ellas, si se lee un poco acerca de su historia de vida, fueron excluidas de las oportunidades de desarrollo y cometieron sus atrocidades no por una elaborada intención de causar el mal, sino por un impulso visceral que hasta cierto punto fue propiciado por la propia sociedad que les dio la espalda.
En estos tiempos vivimos eso que Hannah Arendt denominó “la banalidad del mal”, la irreflexión en la comisión de un crimen. Aunque desde otra perspectiva que aquí sólo voy a apuntar de pasada, la banalidad del mal sólo es aparente; ésa perspectiva es la de la teología apofática, la que procede de forma negativa en el conocimiento de Dios. Desde esta posición todas esas expresiones de violencia y decadencia son manifestaciones concretas de la Maldad, la cual es causada en último término por un ser que en esta hora ha devenido en un personaje de narrativas fantasiosas: el demonio.
En fin, el diagnóstico está ahí; que cada quien tome su propio tratamiento.
Los recientes sucesos ocurridos en México comprueban fehacientemente el diagnóstico de Maalouf, pues en menos de un mes los teleespectadores hemos sido sometidos a fuertes dosis de imágenes violentas con al menos tres factores comunes que resultan inquietantes: mesianismo, frustración social e individual y hartazgo.
Ahora, ¿por qué estos factores son inquietantes? Porque al menos dos de ellos, la frustración y el hartazgo, son comunes a la gran mayoría de las personas que en algún momento de nuestras respectivas vidas los experimentamos inevitablemente; y porque el otro, es decir, el mesianismo, es un potencial elemento de articulación de una acción colectiva que podría devenir en inestabilidad social; en caso contrario habría que pensar en la posibilidad de que un individuo desequilibrado como el denominado “asesino del metro Balderas” o el presunto predicador de origen boliviano Josmar Flores tuviera un mínimo de influencia real en un pequeño número de personas con sus mensajes de pseudo revelados de alerta ante la inminente pauperización de las condiciones generales de vida. De hecho la estela de pólvora que conduciría al gran estallido social se encuentra diseminada por todo el país, en fundamentalismos políticos y religiosos tanto de derechas como de izquierdas, católicos, protestantes y musulmanes que están a la espera de que una pequeña chispa la encienda.
Por otra parte, estos acontecimientos de desesperación y cierto milenarismo se ubican en dos dimensiones sociológicas que bien valdría la pena analizar. Por un lado está la dimensión individual, en la que la carencia material y espiritual aunada a la angustia e incertidumbre propiciadas un entorno de inseguridad y escasas oportunidades de desarrollo, conduce a cálidos refugios discursivos que progresivamente evolucionan hacia enardecidas arengas en contra de la comunidad, la sociedad y el Estado, como responsables de la indigencia y precariedad. ¿Qué otra cosa si no eso son precisamente los cultos religiosos como el “pare de sufrir”, las asociaciones de autoayuda para superar problemas de adicción ubicadas en los sitios más marinados de las ciudades, y las pandillas estilo “Marasalvatrucha” que ya han comenzado a surgir a lo largo de México?
Por otro lado está la dimensión institucional, la de la política y de las estructuras económicas que han hecho crisis. En un país donde sólo pequeños grupos tienen acceso a privilegios, donde se usan irracionalmente y con una visión cortoplacista los recursos escasos, donde los valores han sido eclipsados por el discurso del relativismo y la idea de comunidad ha sido suplantada por la del individuo que no necesita de la interacción social si tiene a su alcance una computadora con acceso a Internet para incorporarse a su red social, el resentimiento es la divisa de cambio de los que han sido excluidos.
Los niveles de violencia imperantes en parte son propiciados por la pobreza y la frustración, pero también son una reacción ante la marginación. Los excluidos de ahora ya no matan por hambre, como ingenuamente creen algunos militantes que se dicen de izquierda, matan por rencor y en la forma de cometer sus crímenes se puede medir su nivel de odio: decapitaciones, asesinatos a mansalva, cruentas torturas físicas y psicológicas, e incluso canibalismo.
En menos de cinco años se han registrado casos continuos de psycho killers: Bulmaro de Dios Arias, “El Caníbal de Cancún” aprendido en 2004; Juana Barraza Samperio, “La Mataviejitas”, capturada en 2006; José Luis Calva Zepeda, “El Caníbal de la Guerrero”, arrestado en 2007; Santiago Meza López, “El Pozolero”, capturado en Enero 2009; y Luis Felipe Hernández Castillo, “El Asesino del Metro Balderas”, a quien millones de personas vimos en horario estelar asesinar a dos personas en lo que bien podría considerarse un acto de terrorismo.
Todas estas personas tienen en común su origen humilde y su sociopatía. Todas ellas, si se lee un poco acerca de su historia de vida, fueron excluidas de las oportunidades de desarrollo y cometieron sus atrocidades no por una elaborada intención de causar el mal, sino por un impulso visceral que hasta cierto punto fue propiciado por la propia sociedad que les dio la espalda.
En estos tiempos vivimos eso que Hannah Arendt denominó “la banalidad del mal”, la irreflexión en la comisión de un crimen. Aunque desde otra perspectiva que aquí sólo voy a apuntar de pasada, la banalidad del mal sólo es aparente; ésa perspectiva es la de la teología apofática, la que procede de forma negativa en el conocimiento de Dios. Desde esta posición todas esas expresiones de violencia y decadencia son manifestaciones concretas de la Maldad, la cual es causada en último término por un ser que en esta hora ha devenido en un personaje de narrativas fantasiosas: el demonio.
En fin, el diagnóstico está ahí; que cada quien tome su propio tratamiento.