Domingo 6 de mayo de 2012. A las
siete de la mañana promete ser un día soleado como tantos que son típicos de la
primavera; sin embargo, por la tarde se deja caer una tormenta eléctrica al sur
de la ciudad, que providencialmente refresca el ambiente como preludio del
calor que se generaría unas horas después.
Son las ocho de la noche y en la
pantalla del canal Once aparece la cortinilla institucional del Instituto
Federal Electoral. Segundos después se observa a cuadro a la presentadora del
primer debate entre los candidatos presidenciales ordenado por la legislación
electoral. Tras la bienvenida de cortesía explica la mecánica del orden de las
intervenciones y es cuando acontece el primer suceso definiría la tónica de ese
encuentro: una mujer de formas voluptuosas enfundada en un ceñido vestido
blanco, portando una urna con papeles que contienen las cuatro primeras letras
del alfabeto.
Más de un espectador frunce el
seño expresando su extrañeza ante el atuendo de la mujer, preguntándose si es
propio de un acto que al menos hipotéticamente supondría el intercambio de
ideas y propuestas para definir el rumbo del país durante los próximos años. Los
televidentes más apegados a la corrección política esperan como mínimo un
extrañamiento de los candidatos y casi inmediatamente registran su primera
decepción: ningún aspirante hace alusión a la impropiedad de la vestimenta de
la edecán. Las audiencias más pesimistas comienzan a preguntarse -no sin cierta
dosis de sarcasmo- si acaso la mujer del ceñido vestido blanco es una alegoría
acerca de cómo los partidos políticos y la autoridad electoral ven al país y a la
democracia, esto es, como a una hembra suculenta con la cual satisfacer
momentáneamente sus lascivos deseos carnales.
Sorteada la secuencia de las
intervenciones, vino el posicionamiento de los candidatos y el segundo mensaje
claro para los casi cinco millones de televidentes que veían la transmisión (si
hemos de creer que el rating del debate fue de 10.4 puntos, en el entendido de
que un punto equivale a 380 mil espectadores): en México es necesario cambiar
para que todo siga igual.
El candidato de la alianza
Compromiso por México, Enrique Peña Nieto, se veía nervioso y en algunos instantes
hasta inseguro. De repente, se da un balazo en el pie al afirmar que la
economía del país ha tenido el peor desempeño en los últimos ochenta años, sin
reparar en el hecho de que su partido gobernó durante los primeros setenta del
siglo XX. Cuestión de sintáxis, justificarían sus seguidores, pero el error
estuvo ahí.
Poco después tocó el turno al
candidato del Movimiento Progresista, Andrés Manuel López Obrador, veterano en las
lides políticas y polemista avezado. Su discurso nos remonta al siglo XIX, a la
lucha entre liberales y conservadores, a las teorías de conspiraciones de los
clubes masones y sus propuestas de gobierno a la imagen del perfecto idiota
latinoamericano que alguna vez describieran hilaridad Plinio Apuleyo y Álvaro
Vargas Llosa en un libro de título homónimo.
Cuando habló Josefina Vázquez
Mota parecía que escuchábamos hablar a una madre abnegada y entonces podíamos
comprender por qué su editor decidió titular al único libro escrito por la
candidata con el trágico cómico rótulo de “Dios mío ¡hazme viuda por favor!”.
La señora definitivamente padece del Síndrome de Libertad Lamarque.
Del candidato del PANAL y sus
manuales de política pública habrá oportunidad de escribir en la siguiente entrega
de este ejercicio narrativo.
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