20 oct 2015

Iguala a un año ¿fue el Estado? 2 de 3

Como recordará el estimado lector, en la colaboración anterior articulamos dos intentos de respuesta a la consigna enarbolada por diversos sectores de la sociedad encabezados por los familiares de las víctimas y los estudiantes normalistas desaparecidos en los hechos del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero.

A partir de una noción mínima de lo que es el Estado planteamos en ambas respuestas la existencia de indicios claros de la participación de éste, ya sea por acción u omisión, en los acontecimientos que acenturaron la crisis de confianza y credibilidad en las instituciones y procedimientos de procuración de justicia, además de causar un considerable daño a la imagen internacional de México y a la narrativa con la cual el Gobierno Federal había pretendido promocionar al país como un atractivo destino de inversión, luego de la aprobación de las reformas estructurales realizadas durante los dos primeros años de la administración del presidente Enrique Peña Nieto.

En esta segunda entrega el objetivo es profundizar en el déficit de confianza institucional prevaleciente en el país como problema estructural, el cual en tanto no sea atendido constituirá el principal riesgo para la implementación de las reformas, así como para la estabilidad y la gobernabilidad en el corto y mediano plazo.

Pero antes es conveniente hacer una precisión analítica en el sentido de que responder afirmativamente a la pregunta de si el Estado tuvo responsabilidad en los hechos de Iguala no es una toma de posición política, sino una conclusión derivada de un razonamiento lógico conceptual de los acontecimientos, en el cual a partir de la información disponible se puede observar que en el nivel municipal el Estado ha sido minado por la delincuencia organizada a tal punto que los servidores públicos de esa esfera responden prioritariamente, sea por miedo o por cooptación, a los intereses de los grupos criminales; lo cual produce la paradoja de que mientras en el nivel más alto (federal) el Estado ha hecho esfuerzos para combatir a la delincuencia, en el ámbito de lo local ésta tiene el poder de controlar a las autoridades municipales y de someter a regiones enteras. Así es como se explica que en éste nivel el Estado haya tenido responsabilidad activa en los acontecimientos de Iguala y en otro (el federal) haya incurrido en una responsabilidad pasiva por su tardía reacción, así como por la falta de sensibilidad, talento y eficacia para conducir las investigaciones ministeriales del caso y la procuración de justicia.

Al respecto hay que mencionar que el desempeño institucional del Estado mexicano cuando menos en el último siglo se ha caracterizado por recurrentes episodios de disfuncionalidad que han desembocado en crisis políticas, sociales y económicas debido a una distorsión de origen persistente a lo largo de ese amplio periodo que es la corrupción, la cual invariablemente ha dado al traste –en la etapa de implementación- al más avanzado diseño institucional que los legisladores y funcionarios gubernamentales hayan podido confeccionar. Y por supuesto, a la corrupción está ligada la ausencia casi generalizada de una cultura de la legalidad en la sociedad mexicana, que asociada a la desconfianza prevaleciente produce una triada perversa que constituye una debilidad estructural, a partir de la cual surgen otras fallas como la impunidad y la incapacidad del Estado para cumplir su tarea fundamental de garantizar el derecho a la vida de sus ciudadanos y, por tanto, su déficit de legitimidad expresado en la reticencia de éstos para continuar reproduciendo la dinámica de mando-obediencia.

En este contexto es en el que se explican algunas estadísticas relacionadas con la confianza y la percepción de eficacia de las corporaciones policíacas en el país, como las publicadas en 2014 por México Unido Contra la Delincuencia, según las cuales cuatro de cada 10 mexicanos considera “muy peligroso” ayudar a la policía de su localidad a realizar su trabajo; o las difundidas ese mismo año por el INEGI en el sentido de que casi el 70% de los mexicanos considera “poco” o “nada efectivo” el desempeño de las policías estatales y municipales.

Pero ahí no para el problema. Por lo que hace al siguiente eslabón del proceso de procuración de justicia que son los ministerios públicos la situación es muy similar. Datos de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2013 indican que el 58% de los mexicanos tienen “poca” o “nada” de confianza en los ministerios públicos y las procuradurías. Desde luego, esta situación en gran medida se debe a la impunidad imperante en el sistema de procuración e impartición de justicia, pues tan sólo en el fuero común de los casi 20 millones de denuncias presentadas entre 2000 y 2012 sólo se dictaron poco menos de millón y medio de sentencias condenatorias, es decir, menos del 1%.

Así pues, a partir de esta consideraciones se puede entender la reticencia de los familiares las víctimas de Iguala y de amplios sectores de la opinión pública a aceptar la “verdad histórica” de los hechos ofrecida por la PGR, así como la credibilidad y aceptación que ha tenido el informe acerca de las investigaciones ministeriales realizado por un grupo de presuntos expertos en ciencias forenses, el cual ha servido de excusa para desplazar los elementos técnicos con argumentos políticos que respaldan o condenan determinadas posiciones de los actores involucrados en el tema.

De modo que a partir de estos lamentables acontecimientos que han exhibido el nivel real de desarrollo político en México y el grado de penetración de la delincuencia organizada en las estructuras de autoridad, sustentado en la corrupción y la impunidad, es factible concluir que en tanto no se ataque la triada perversa corrupción-desconfianza-endeble cultura de la legalidad, inevitablemente persistirá la debilidad institucional. En eso nos enfocaremos en la última entrega de esta colaboración.

Publicado en El Imparcial 27/09/2015 

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