Ya antes había escrito aquí la fobia que le tengo a las bodas; ésos actos de glamour momentáneo, cursilería sofisticada y snobismo rampante.
Las bodas son los eventos sociales idóneos para aparentar lo que se desearía ser y para demostrar lo que realmente se es. Me explico: siempre al inicio de las bodas, durante las ceremonias civil y/o religiosa, todo mundo anda bien portado; las mujeres con el peinado retocado y el maquillaje bien puesto, los hombres con el traje y la corbata impecables. Durante la recepción todo mundo aparenta conocer y dominar las buenas formas en la mesa, y nadie disfruta del banquete porque no sabe con cuál cubierto tomar la carne y con cual el pescado. Impensable prepararse un taco.
Sin embargo, todo ese glamour y toda esa pretendida corrección se van desdibujando en el transcurso de la fiesta, a la par que va aumentando el consumo del alcohol. Ya para el final todo mundo baila el popurrí que incluye “la macarena”, las de “caballo dorado”, la del “asejeré” y otras tantas que tienen sus propios pasos de baile, tanto o más ridículos que la letra de la canción.
Pero no se piense que por el hecho de que no me guste la falsa pretensión imperante en las bodas no me divierto en ellas. Todo lo contrario, me divierto mucho al ver a los más pomadosos subiendo a hacer strip tease en las mesas, a las más fresas bailando pasito duranguense y a los más homófobos dándose mutuamente caricias cachondas al calor de las copas.
Esto lo escribo porque uno más de mis amigos decidió que la mejor forma de arruinar su existencia era contrayendo nupcias con su novia, una maestra de primaria muy simpática y gentil. Y aunque he asistido a muchas bodas, lo que hizo especial mi asistencia a ésta última es el hecho de que mi amistad con Fernando N., el suicida conyugal, se remonta a los años de secundaria. Y lo que me pareció más increíble es que él, que era el más torpe y miedoso para siquiera acercarse a un metro de distancia a una chica, se haya casado con tal seguridad que fue digna de admirarse.
La verdad es que todo hubiera estado muy bien en esa boda si en la recepción no me hubiera reencontrado con un viejo recuerdo que en ese momento se actualizó, me perturbó y me sacó de la mar de tranquilidad en la que hasta el fin de semana pasado transcurría mi vida.
Sucede que imbuido como estaba en la alegría suscitada mi nuevo trabajo, y ocupada mi mente con las múltiples tareas que tengo que realizar, no había tenido tiempo para reflexionar –maldita costumbre mía- sobre el obvio y simple hecho de que no se puede tener todo en la vida. Que cierto aspecto de mi vida personal está vacío y que por primera vez sentí el pueril y ordinario deseo de llenarlo.
Pero ya estoy divagando. Así que mejor regreso al relato del acontecimiento que ha propiciado estas líneas de terapéutico desahogo.
La tarde del sábado anterior volví a verla. Después de tantos años.
Estaba yo tan tranquilo charlando con algunos amigos en mi mesa, cuando súbitamente volví la vista hacia la mesa posterior y mi mirada se encontró con la suya. Fue uno de esos momentos en los que en un sólo segundo la memoria recopila tantos recuerdos que logran escaparse por un brillo momentáneo de los ojos, o por un muy disimulado movimiento de las comisuras de los labios, como si quisieran expresar algo.
Desde ése momento la tarde ya no fue la misma. Ella llevaba a su pequeña hija en los brazos. Es ahora una señora y yo un anticuado moralista. Pero a pesar de ello y sin siquiera saludarnos, seguimos intercambiando miradas; o más bien seguimos mirándonos furtivamente entre descuidos mutuos. Yo la mirada mientras cuidaba que su hija se deslizara lentamente de la resbaladilla, y en un par de ocasiones la sorprendí desviando la mirada justo cuando yo buscaba la de ella.
En una sola ocasión nos encontramos próximos, a escasos centímetros. Sin embargo ninguno de los dos dijo nada. Ni un saludo, ni una mirada. Fue un disimulo bastante ridículo y bochornoso. Yo salí a la terraza a fumar un cigarro, cuando la encontré haciendo lo propio. Estuvimos un par de minutos respirando el mismo aire contaminado por el humo del tabaco. Ella regresó a su mesa y yo a la mía. Supongo que mi expresión era bastante obvia porque mis amigos me preguntaron qué era lo que me pasaba, que estaba muy callado.
Poco después ella se retiró de la fiesta, pero todavía pudimos dirigirnos una última mirada. Una de ésas que son tristes porque llevan implícito el mensaje de la improbabilidad de otro encuentro en al menos un largo, largísimo tiempo.
¿Que si me arrepiento de no haberle hablado? Por supuesto. Pero no fue una cuestión de valor, sino de principios; en otra circunstancia quizá lo hubiera hecho.
Sé que esto a nadie de todos los dos que me leen (Elisa y Juan) le importa. Pero no se preocupen, que lo escribí sólo porque sentí ganas de hacerlo, porque tenía que sacarlo para hallar siquiera un poco de tranquilidad, porque ése reencuentro verdaderamente me turbó. Sobre todo porque me recordó el innegable y objetivo hecho de que mi vida sentimental es miserable, y porque mi delirium tremens me hizo establecer una analogía ridícula y encontrar un parecido con otra idea que permanece aun en mi imaginación. Aunque en realidad pienso que el parecido si es bastante y explica muchas cosas… en fin, que estoy divagando de nuevo.
Mil disculpas a todos mis dos lectores por haberles ocupado valiosos instantes de su tiempo leyendo esta inusual estupidez, impropia de mi carácter flemático y mordaz. Procuraré que en el futuro no vuelva a suceder.
P.S De todo esto hay algo que me hace sentir bien: se nota que ella es feliz.
Las bodas son los eventos sociales idóneos para aparentar lo que se desearía ser y para demostrar lo que realmente se es. Me explico: siempre al inicio de las bodas, durante las ceremonias civil y/o religiosa, todo mundo anda bien portado; las mujeres con el peinado retocado y el maquillaje bien puesto, los hombres con el traje y la corbata impecables. Durante la recepción todo mundo aparenta conocer y dominar las buenas formas en la mesa, y nadie disfruta del banquete porque no sabe con cuál cubierto tomar la carne y con cual el pescado. Impensable prepararse un taco.
Sin embargo, todo ese glamour y toda esa pretendida corrección se van desdibujando en el transcurso de la fiesta, a la par que va aumentando el consumo del alcohol. Ya para el final todo mundo baila el popurrí que incluye “la macarena”, las de “caballo dorado”, la del “asejeré” y otras tantas que tienen sus propios pasos de baile, tanto o más ridículos que la letra de la canción.
Pero no se piense que por el hecho de que no me guste la falsa pretensión imperante en las bodas no me divierto en ellas. Todo lo contrario, me divierto mucho al ver a los más pomadosos subiendo a hacer strip tease en las mesas, a las más fresas bailando pasito duranguense y a los más homófobos dándose mutuamente caricias cachondas al calor de las copas.
Esto lo escribo porque uno más de mis amigos decidió que la mejor forma de arruinar su existencia era contrayendo nupcias con su novia, una maestra de primaria muy simpática y gentil. Y aunque he asistido a muchas bodas, lo que hizo especial mi asistencia a ésta última es el hecho de que mi amistad con Fernando N., el suicida conyugal, se remonta a los años de secundaria. Y lo que me pareció más increíble es que él, que era el más torpe y miedoso para siquiera acercarse a un metro de distancia a una chica, se haya casado con tal seguridad que fue digna de admirarse.
La verdad es que todo hubiera estado muy bien en esa boda si en la recepción no me hubiera reencontrado con un viejo recuerdo que en ese momento se actualizó, me perturbó y me sacó de la mar de tranquilidad en la que hasta el fin de semana pasado transcurría mi vida.
Sucede que imbuido como estaba en la alegría suscitada mi nuevo trabajo, y ocupada mi mente con las múltiples tareas que tengo que realizar, no había tenido tiempo para reflexionar –maldita costumbre mía- sobre el obvio y simple hecho de que no se puede tener todo en la vida. Que cierto aspecto de mi vida personal está vacío y que por primera vez sentí el pueril y ordinario deseo de llenarlo.
Pero ya estoy divagando. Así que mejor regreso al relato del acontecimiento que ha propiciado estas líneas de terapéutico desahogo.
La tarde del sábado anterior volví a verla. Después de tantos años.
Estaba yo tan tranquilo charlando con algunos amigos en mi mesa, cuando súbitamente volví la vista hacia la mesa posterior y mi mirada se encontró con la suya. Fue uno de esos momentos en los que en un sólo segundo la memoria recopila tantos recuerdos que logran escaparse por un brillo momentáneo de los ojos, o por un muy disimulado movimiento de las comisuras de los labios, como si quisieran expresar algo.
Desde ése momento la tarde ya no fue la misma. Ella llevaba a su pequeña hija en los brazos. Es ahora una señora y yo un anticuado moralista. Pero a pesar de ello y sin siquiera saludarnos, seguimos intercambiando miradas; o más bien seguimos mirándonos furtivamente entre descuidos mutuos. Yo la mirada mientras cuidaba que su hija se deslizara lentamente de la resbaladilla, y en un par de ocasiones la sorprendí desviando la mirada justo cuando yo buscaba la de ella.
En una sola ocasión nos encontramos próximos, a escasos centímetros. Sin embargo ninguno de los dos dijo nada. Ni un saludo, ni una mirada. Fue un disimulo bastante ridículo y bochornoso. Yo salí a la terraza a fumar un cigarro, cuando la encontré haciendo lo propio. Estuvimos un par de minutos respirando el mismo aire contaminado por el humo del tabaco. Ella regresó a su mesa y yo a la mía. Supongo que mi expresión era bastante obvia porque mis amigos me preguntaron qué era lo que me pasaba, que estaba muy callado.
Poco después ella se retiró de la fiesta, pero todavía pudimos dirigirnos una última mirada. Una de ésas que son tristes porque llevan implícito el mensaje de la improbabilidad de otro encuentro en al menos un largo, largísimo tiempo.
¿Que si me arrepiento de no haberle hablado? Por supuesto. Pero no fue una cuestión de valor, sino de principios; en otra circunstancia quizá lo hubiera hecho.
Sé que esto a nadie de todos los dos que me leen (Elisa y Juan) le importa. Pero no se preocupen, que lo escribí sólo porque sentí ganas de hacerlo, porque tenía que sacarlo para hallar siquiera un poco de tranquilidad, porque ése reencuentro verdaderamente me turbó. Sobre todo porque me recordó el innegable y objetivo hecho de que mi vida sentimental es miserable, y porque mi delirium tremens me hizo establecer una analogía ridícula y encontrar un parecido con otra idea que permanece aun en mi imaginación. Aunque en realidad pienso que el parecido si es bastante y explica muchas cosas… en fin, que estoy divagando de nuevo.
Mil disculpas a todos mis dos lectores por haberles ocupado valiosos instantes de su tiempo leyendo esta inusual estupidez, impropia de mi carácter flemático y mordaz. Procuraré que en el futuro no vuelva a suceder.
P.S De todo esto hay algo que me hace sentir bien: se nota que ella es feliz.
5 comentarios:
HOLA, DIGAMOS QUE NO SOY TU ADMIRADORA, PERO SI ME ES AGRADABLE LEERTE, POR OTRO LADO, QUIZÁ NO ES DEBIDO QUE ESCRIBA ESTO, PERO TE ENTIENDO MÁS DE LO QUE CREES, ESPERO PRONTO ENCUENTRES LO QUE BUSCAS.
La probabilidad de poder decir "hola" a un desconocido en una fiesta es inmensa y se multiplica al infinito en el caso de un conocido.
esos principios de los que hablas conspiraron contra todo el universo de las probabilidades!!!!
¿fue algo asi como que en los intentos de ir a decir hola el cerebro mandaba la señal a las piernas y estas no respondian?
leí este post y pense en algun retroceso a una adolescencia tormentosa o algo así!!! jejeje
Saludos
Aunque no lo creas, ya eres "famoso" y tienes hasta un "clud" de fans que constantemente visitamos tu blog... En mi caso particular, hasta tengo esta página guardada en "mis favoritas" y ya no escribo www.est....solo basta un click y ya.
Ésto lo digo para que dejes de pensar que solo "(Juan y Elisa)" te leen... Y sobretodo, para que que no digas que no importa lo que te pasa...
Entiendo la sensanción que te quedó después de que tu amiga se fué de la fiesta, esa sensación que dejan las preguntas tales como: "¿Y si la hubiera saludado?"... ¿Y si hubiera seguido?, ¿Si la hubiese buscado?, ¿Si no hubiese pasado lo que pasó, seguiríamos juntos?...
... Y queda, claro está, la sesación de vacío que deseamos llenar de algún modo, ó que tal vez nos recuerda que la soledad no tiene que ser necesariamente un "estilo de vida", que el "color rosa" que la vida nunca tiene, de repente sale a relucir, combinado con el gris de la soledad, pero que ese destello de color no dura mucho, y solo combina una ó tal vez dos noches... ó tres años, ó toda la vida.
No sé.
Bah!, me pegaste la nostalgia de tu escrito hoy!... Y empecé a divagar!
Un abrazo,
Pao
Vaya maese! Si que me sorprendio su sensibilidad y el hecho de quedarse arrepentido por no saludarla. En fin, tuvo sus motivos pero me preguntaba yo, no será aquella tipa que es oriunda del país cuyo nombre no desea saber???
Dr. O sea, no lo entiendo. Entra usted a trabajar a la IP y comienza a escribir como guionista de película mexicana de Ana Claudia Talancón. Si así va a ser de ahora en adelante, mejor renuncie. Yo prefiero a mi amigo Víctor Zúñiga el inteligente, corrosivo y mordaz; no al yupi mamertin en que se está convirtiendo.
Ya nomás falta que escriba aquí sus angustias provocadas por las rebajas del Palacio de Hierro. Soy su amigo y me siento en la obligación de decirle ¡no la chingue! Usted siempre se ha mofado de la cursilería y ha sido cabrón con las mujeres; a su manera, pero lo ha sido. Me consta. Así que no se deje vencer por sus traumas de adolescencia.
En fin, nos vemos en la fiesta de Pablo, porque supongo que va a ir. Y si no, paso por usted a su casa.
Cuídese y alegrese, que ya es viernes.
Mauro.
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