Cuando hizo el cambio de luces, los indicadores luminosos incrustados en el asfalto para indicar los límites de los carriles a los conductores en sus trayectos nocturnos, brillaron con más intensidad.
A esa hora los automóviles que circulaban por esa ruta ya eran pocos, como se podía constatar por la kilométrica distancia que los separaba a los unos de los otros. En el sentido opuesto del camino, separado por la barra de contención, eventualmente pasaba algún tractocamión a toda velocidad.
Aquella era una de esas noches de invierno que obligaban a encender la calefacción, para evitar que los cristales se cubrieran de paño. Afuera corría un ligero viento gélido que mecía suavemente las ramas de los árboles situados a unos cuantos metros de la cinta asfáltica.
En el reproductor de música comenzó a sonar una canción que a le gustaba, así que subió el volumen para cantar alguna estrofa con el objetivo de mantenerse atento al camino y disfrutar el viaje, mientras agotaba las dos horas que restaban para llegar a su destino.
Su atención estaba totalmente puesta en la carretera debido a que conducía a la máxima velocidad que permitían los señalamientos. No obstante, súbitamente le vino a la memoria la plática que incidentalmente había escuchado a dos camioneros, mientras bebían café en un comedor cercano a la caseta de peaje que había cruzado algunas horas atrás, en cual también había parado para tomar una cena frugal.
El tema de la conversación, según le había parecido, eran los accidentes automovilísticos que continuamente sucedían en el kilómetro 215+400 de la ruta que en ése momento transitaba.
Uno de los camioneros argumentaba que los percances se debían al inexacto trazo de la curva, que propiciaba que los conductores perdieran el control si la tomaban a exceso de velocidad. Pero el otro refutaba aludiendo a las historias bastante perturbadoras que contaban los paramédicos, policías de caminos y pobladores de las inmediaciones de aquel lugar, relacionadas, unas, con la aparición de espectros terroríficos justo a la mitad de esa curva, y otras, con una rara exigencia por parte del demonio, de un determinado número de almas para compensar todas aquellas que los ingenieros que trazaron esa ruta no le habían entregado al momento de construir el puente que se hallaba 50 kilómetros más adelante.
Una versión muy similar a ésta última la había escuchado muchos años atrás, precisamente a un amigo suyo de profesión ingeniero civil, que le había contado que durante la construcción de una presa en cuyo diseño había participado, los cimientos de la cortina continuamente se derrumbaban sin explicación alguna hasta que una hechicera de la región, recomendada al ingeniero en jefe de la obra por los trabajadores originarios de la localidad en la que ésta se construía, había afirmado que la causa de los derrumbes era la falta de pago a Satanás, que exigía que los cadáveres de cuatro niños fueran enterrados a lo largo del trazo de los cimientos. Su amigo ignoraba si tan absurda y aberrante petición se había cumplido, pero poco tiempo después de haber consultado a la hechicera se reanudó la construcción sin que volvieran a presentarse más derrumbes.
Cuando su amigo le contó esa historia le pareció demasiado fantasiosa. Pero después de haber escuchado un relato similar de boca de esos camioneros ya no le parecía tan supersticiosa y carente de sentido.
En ése momento se sintió invadido por una sensación inquietante que le causó calosfríos, y conciente de que se hallaba conduciendo sólo en aquella carretera, intentó concentrarse sólo en pensamientos relajantes y menos tenebrosos.
En eso estaba cuando leyó la señalización que anunciaba una curva peligrosa un kilómetro más adelante y recomendaba disminuir la velocidad y extremar las precauciones. A partir del kilómetro 214+900 aparecieron las rayas blancas pintadas horizontalmente en el asfalto que indicaban que se tenía que reducir la velocidad y así lo hizo al ver la curva que, efectivamente, estaba mal trazada pues carecía del declive necesario para contener la inercia causada por la velocidad de los automóviles y evitar que éstos se salieran del camino.
Mientras pensaba en que pararía en una gasolinera más adelante para estirar las piernas y beber una taza de café, cambió la canción en el reproductor de música y para hacerlo desvió apenas un instante la vista de la carretera.
Cuando volvió nuevamente los ojos al frente, el instinto le hizo mirar por el espejo retrovisor. Y en ése momento fue cuando sucedió: lo que vio fue la imagen espectral de un rostro ensangrentado que lo miraba suplicante.
Todo sucedió en segundos. Cuando miró nuevamente al frente, aterrado por la visión fantasmal del retrovisor, lo que último que alcanzó a distinguir fue la barra de contención. Luego vino un fuerte estruendo de cristales rotos, láminas abolladas y neumáticos derrapados.
Minutos más tarde, cuando llegaron los paramédicos, lo que encontraron fue un informe amasijo de fierros retorcidas, a unos 10 metros de distancia de la carretera.
El conductor, como todos los otros que anteriormente habían fallecido en el lugar, se hallaba inerte en el asiento, con los brazos colgando a los costados, la cabeza gacha, el rostro bañado en sangre y los ojos abiertos en una expresión de espanto.
Los fantasmas de los que había escuchado unas horas antes, aunque etéreos, eran reales.
A esa hora los automóviles que circulaban por esa ruta ya eran pocos, como se podía constatar por la kilométrica distancia que los separaba a los unos de los otros. En el sentido opuesto del camino, separado por la barra de contención, eventualmente pasaba algún tractocamión a toda velocidad.
Aquella era una de esas noches de invierno que obligaban a encender la calefacción, para evitar que los cristales se cubrieran de paño. Afuera corría un ligero viento gélido que mecía suavemente las ramas de los árboles situados a unos cuantos metros de la cinta asfáltica.
En el reproductor de música comenzó a sonar una canción que a le gustaba, así que subió el volumen para cantar alguna estrofa con el objetivo de mantenerse atento al camino y disfrutar el viaje, mientras agotaba las dos horas que restaban para llegar a su destino.
Su atención estaba totalmente puesta en la carretera debido a que conducía a la máxima velocidad que permitían los señalamientos. No obstante, súbitamente le vino a la memoria la plática que incidentalmente había escuchado a dos camioneros, mientras bebían café en un comedor cercano a la caseta de peaje que había cruzado algunas horas atrás, en cual también había parado para tomar una cena frugal.
El tema de la conversación, según le había parecido, eran los accidentes automovilísticos que continuamente sucedían en el kilómetro 215+400 de la ruta que en ése momento transitaba.
Uno de los camioneros argumentaba que los percances se debían al inexacto trazo de la curva, que propiciaba que los conductores perdieran el control si la tomaban a exceso de velocidad. Pero el otro refutaba aludiendo a las historias bastante perturbadoras que contaban los paramédicos, policías de caminos y pobladores de las inmediaciones de aquel lugar, relacionadas, unas, con la aparición de espectros terroríficos justo a la mitad de esa curva, y otras, con una rara exigencia por parte del demonio, de un determinado número de almas para compensar todas aquellas que los ingenieros que trazaron esa ruta no le habían entregado al momento de construir el puente que se hallaba 50 kilómetros más adelante.
Una versión muy similar a ésta última la había escuchado muchos años atrás, precisamente a un amigo suyo de profesión ingeniero civil, que le había contado que durante la construcción de una presa en cuyo diseño había participado, los cimientos de la cortina continuamente se derrumbaban sin explicación alguna hasta que una hechicera de la región, recomendada al ingeniero en jefe de la obra por los trabajadores originarios de la localidad en la que ésta se construía, había afirmado que la causa de los derrumbes era la falta de pago a Satanás, que exigía que los cadáveres de cuatro niños fueran enterrados a lo largo del trazo de los cimientos. Su amigo ignoraba si tan absurda y aberrante petición se había cumplido, pero poco tiempo después de haber consultado a la hechicera se reanudó la construcción sin que volvieran a presentarse más derrumbes.
Cuando su amigo le contó esa historia le pareció demasiado fantasiosa. Pero después de haber escuchado un relato similar de boca de esos camioneros ya no le parecía tan supersticiosa y carente de sentido.
En ése momento se sintió invadido por una sensación inquietante que le causó calosfríos, y conciente de que se hallaba conduciendo sólo en aquella carretera, intentó concentrarse sólo en pensamientos relajantes y menos tenebrosos.
En eso estaba cuando leyó la señalización que anunciaba una curva peligrosa un kilómetro más adelante y recomendaba disminuir la velocidad y extremar las precauciones. A partir del kilómetro 214+900 aparecieron las rayas blancas pintadas horizontalmente en el asfalto que indicaban que se tenía que reducir la velocidad y así lo hizo al ver la curva que, efectivamente, estaba mal trazada pues carecía del declive necesario para contener la inercia causada por la velocidad de los automóviles y evitar que éstos se salieran del camino.
Mientras pensaba en que pararía en una gasolinera más adelante para estirar las piernas y beber una taza de café, cambió la canción en el reproductor de música y para hacerlo desvió apenas un instante la vista de la carretera.
Cuando volvió nuevamente los ojos al frente, el instinto le hizo mirar por el espejo retrovisor. Y en ése momento fue cuando sucedió: lo que vio fue la imagen espectral de un rostro ensangrentado que lo miraba suplicante.
Todo sucedió en segundos. Cuando miró nuevamente al frente, aterrado por la visión fantasmal del retrovisor, lo que último que alcanzó a distinguir fue la barra de contención. Luego vino un fuerte estruendo de cristales rotos, láminas abolladas y neumáticos derrapados.
Minutos más tarde, cuando llegaron los paramédicos, lo que encontraron fue un informe amasijo de fierros retorcidas, a unos 10 metros de distancia de la carretera.
El conductor, como todos los otros que anteriormente habían fallecido en el lugar, se hallaba inerte en el asiento, con los brazos colgando a los costados, la cabeza gacha, el rostro bañado en sangre y los ojos abiertos en una expresión de espanto.
Los fantasmas de los que había escuchado unas horas antes, aunque etéreos, eran reales.
5 comentarios:
es cierta la historia?
Sólo de leerla da escalofríos...
Un saludo..
LuCis
Si, he escuchado algo parecido antes, buena lectura en general... aunque no es tu estilo.
Saludos
a ver mi estimado Vic...
date una vuelta por este
videito.
te parecera conocido... aunque sin hechicera.
Ahora si ya no entendí. Efectivamente, como dicen los anteriores comentarios, no siento que sea tu estilo además de que como que te faltaron palabras o te sobraron letras.
Por otro lado, si dejas ese sentimiento de "miedito", con el final tan escalofriante, pero por otro lado, recordé un viejo chiste en donde el "espectro", no es más que otro conductor que está pidiendo ayuda... en fin, ya tienes mucho qué explicar ;)
Saluditos.
Me suena a fantochada de Carlos Trejo. No será que te hayas convertido en otro fan incauto de ese mono??
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