Antes de comenzar esta diatriba incendiaria, porque eso es lo que es, quisiera curarme en salud y decirle junto con Savater (o como Savater) al eventual lector políticamente correcto y buena onda que llegase a leer estas líneas: perdonadme ortodoxo.
Y le pido perdón porque lo que escribiré a continuación seguramente no será de su agrado y quizá hasta será descalificado como un acto de intolerancia, ignorancia, soberbia y todos los demás pecados, faltas y defectos del repertorio moralista propio de la cultura cristiana en la que seguramente se formó y a la que aquí se va a criticar.
Hecho el acto de contrición, debo iniciar señalando que un rasgo definitorio de la cultura mexicana es la idolatría. En este país de globos, bicicletas y niños héroes futboleros, somos dados a fabricar ídolos, nichos y liturgias para celebrarlos, honrarlos y venerarlos.
En nuestra mentalidad existe la capacidad, por lo demás propia del pensamiento mágico, para tomar algo profano, despojarlo de todo rastro de falibilidad y convertirlo en algo sagrado, revestido de un halo de misterio.
Lo sagrado, como bien lo dijo en su momento Rudolf Otto, está dotado de energía, pasión y violencia que provoca un sentimiento de inferioridad que somete; por tanto, no admite cuestionamientos, es algo dogmático.
Así, nuestros ídolos, sean laicos o religiosos, son sagrados y por tanto intocables, incuestionables, incriticables.
En un rápido recuento de los ídolos recientes podemos encontrarnos con López Obrador en la política, el “chicharito” o la “sub 17” en el fútbol, Monsivais o Poniatowska en la literatura y Javier Sicilia en la que no sin cierto dejo de sarcasmo he denominado la sociedad civil buena onda.
No sé si mi anti idolatría sea en realidad una extraña mezcla de soberbia con ignorancia e intolerancia hacia “lo otro”, ni tampoco sé si mi ánimo dadaísta de cuestionar a los ídolos y bajarlos de sus pedestales para señalar sus desaciertos y rasgos de humanidad, es decir, sus errores, sea un acto jacobino; o liberal; o agnóstico… o simplemente estúpido. Pero lo que sí sé es que la crítica, la contracorriente, también precisa de la construcción de argumentos con los cuales hacer frente a bloques de ideas respaldadas por amplios sectores, para generar debate y nutrir el pensamiento.
Un mundo monolítico, un país monolítico, una comunidad monolítica, se vuelve pasiva, autocomplaciente, ilusa e ingenua, porque parte de la idea de que todos concuerdan en un solo pensamiento que es el correcto y, como tal, posee todas las cualidades: unifica, clarifica, pacifica e instaura la felicidad entre los hombres de buena voluntad.
Un mundo así da pauta a la frivolidad en las expresiones y la vacuidad en el pensamiento; un mundo así constituye el terreno fértil para el crecimiento exponencial del Twitter y el Facebook, en donde más allá de explotar el potencial para nutrir las ideas propias en un intercambio álgido con las de los demás, se aplaude lo insulso y se premia lo estúpido, como el dicho de un ebrio que exhibe su miseria intelectual ante una cámara de televisión, para mayor regocijo de las mentes fatuas que son incapaces de articular argumentos mayores a 140 caracteres.
Un mundo así (y prometo que es la última vez que empleo la frase como recurso retórico) da la pauta para el surgimiento de sistemas de ideas políticas que combinan la cultura idolátrica con la banalidad de las redes sociales y el pensamiento monolítico, para predicar, así, literalmente, que el perdón, la paz y la unidad entre las víctimas y verdugos es el único camino para el progreso.
A falta de un nombre para tal sistema de ideas y considerando que sólo yo así lo veo, he decidido llamarle “sicilianismo”, porque su origen se desprende de la peregrinación de un poeta -es decir, de un hombre que no mira a la realidad desde el crisol de la Razón, sino desde el monocromo de los apetitos- por el centro y el norte de México.
El sicilianismo es una suerte de enfermedad endémica de aquellas personas que profesan (porque lo procesan al mismo nivel que lo religioso) la ambidiestra política en forma incipiente, esto es, la derecha y la izquierda al mismo tiempo, por eso se trata de una enfermedad infantil.
Si es muy profunda y no se trata a tiempo, esa enfermedad puede degenerar en pastoral cristiana, de esa cuyo origen de su compasión por los pobres surgió cuando, un día, mientras esperaba el cambio de la luz del semáforo en un crucero, miró con estupefacción que un indígena mixteco se acercaba a pedirle una moneda para comer.
O bien, puede degenerar en guerrilla liberacionista, que liderada por un cura carismático formado en el Seminario de Cuernavaca, o en el de Saltillo o en alguna casa parroquial de alguna orden del clero regular, pretenda liberar a la Patria de la opresión de los malos gobiernos empuñando las cartas paulinas y el escapulario de Francisco de Sales.
Pero general y afortunadamente, el sicilianismo es una enfermedad pasajera, de moda; que en ocasiones hasta es contraída voluntariamente sólo para vestir un look de agente de pastoral buena onda, esto es, pantalón kaki, botas alpinas, camisa arremangada, chaleco de campaña y sombrero de explorador. Sin faltar, por supuesto, el accesorio religioso colocado estratégicamente para que pueda ser apreciado por todos.
En México el sicilianismo está controlado por un cerco sanitario, además de ser como ya se dijo, una enfermedad endémica e infantil del ambidiestro político que no sabe si está en la derecha o la izquierda del espectro de ideas en torno a los asuntos públicos, en los que desea tomar parte activa.
Lo malo del sicilianismo es que al no fijar una postura realmente crítica, ni retrospectiva en torno a la fuente primigenia de los problemas que pretende combatir, abre la puerta para que los responsables de haber abierto esa fuente primigenia retornen al poder.
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