Hace ya un par de años escribí acerca del daño del tejido social, a propósito de la recurrente efervescencia del tema de la violencia y el conteo siempre en aumento del número de muertos producidos por la estrategia de combate a la delincuencia organizada, implementada por el Gobierno Federal.
En aquella ocasión intentaba un esbozo de definición conceptual como requisito ineludible de un ejercicio intelectual que pudiera considerarse analítico y, por tanto, diferenciarse del enorme cúmulo de opiniones ligeras vertidas principalmente en la prensa escrita.
En esta hora he decidido traer a colación aquella definición como piedra de toque del diagnóstico de los niveles patológicos que ha alcanzado la violencia asociada a la disputa territorial y comercial entre los cárteles del narcotráfico, impulsado desafortunadamente por una impactante entrevista publicada en un portal de periodismo político, a un niño de 16 años que trabajaba como sicario de Los Zetas.
El tejido social está compuesto por todas las unidades básicas de interacción y socialización de los distintos grupos y agregados que componen una sociedad; es decir, las familias, las comunidades, los símbolos indentitarios, las escuelas, las iglesias y en general las diversas asociaciones.
La célula fundamental del tejido social es la familia; aunque en la hora actual ha sido desacreditada en el debate ideológico tanto por el individualismo posesivo que la considera una institución arcaica y superada por nuevas formas de interacción y socialización; como por el conservadurismo, que tergiversa su significado y sus alcances, haciéndola pasar como el último reducto de una moral draconiana.
Pero más preocupante aun que el descrédito de esta célula en el plano académico, es el desmantelamiento que ha sufrido como resultado de un modelo económico carente de mecanismos de distribución equitativa de los recursos que genera.
Y no se trata del argumento reduccionista frecuentemente empleado por los presuntos partidos progresistas de impronta estatista-populista, que encuentran en la pobreza producida por el “neoliberalismo” la causa explicativa de todos los problemas sociales, sino de un fenómeno ampliamente estudiado por sociólogos, economistas y politólogos, bajo conceptos tan diversos como el de la exclusión social.
Al escuchar el testimonio del niño de 16 años que trabajaba como sicario de uno de los cárteles más violentos es posible identificar diversos rasgos de exclusión, tales como la carencia de oportunidades de estudio, la disfuncionalidad de la comunicación familiar, la precariedad de las oportunidades laborales y la ausencia de referentes axiológicos para orientar la conducta y las decisiones.
Es de tal forma tan abrumadora su situación, que resulta difícil determinar si el daño del tejido social surge de circunstancias como las que conformaron su entorno de vida, o si éstas son consecuencia de aquel.
Pero en cualquier caso, el factor común es precisamente la ausencia o la ineficacia de los mecanismos de distribución de oportunidades de movilidad social que, en último término, constituyen signos de agotamiento o atrofia de un modelo económico del que paradójicamente las expresiones más representativas son precisamente las actividades comerciales ilegales tales como el narcotráfico, la trata de personas y la piratería en las que la regla fundamental es lograr la mayor ganancia al menor costo.
Incluso, es tal la pauperización en todos los aspectos de la vida de las personas que forman parte de las sociedades que reproducen ese modelo económico, que pueden tomar como un trabajo el matar a quienes en teoría representan al orden legal (policías, militares, políticos) por seis mil pesos quincenales, es decir, cuatro o cinco veces más el sueldo de una persona que gana el salario mínimo.
Pero lo más lamentable, situando toda esta compleja problemática en la coyuntura electoral que atraviesa el país, es que no se observa en ninguno de los principales aspirantes a la Presidencia una propuesta de cambio estructural para recomponer el tejido social y erradicar paulatinamente las historias de exclusión y tristeza como la del niño sicario.
Más aun, no se observa ni siquiera la capacidad de asombro e indignación profunda ante una circunstancia tan desgarradora como la de un muchacho que aun tiene conciencia de la maldad de sus acciones, pero que no encuentra, no encontró, por parte de la sociedad y principalmente del Estado, un asidero para resistir a la fuerza centrípeta de la descomposición de su entorno. Y es precisamente de historias personales como esta que nos ocupa, de las que la sociedad civil debería de sentirse indignada, de las que debería de señalar con el índice flamígero a las autoridades públicas, de las que las denominadas public policies no alcanzan a dimensionar en su diagnóstico debido a las limitaciones de su propio enfoque, que es una expresión cultural e intelectual derivada de ese mismo modelo económico que ensalza al individualismo posesivo.
Lo más angustiante de todo esto es que no se observa en el futuro próximo la gestación de un movimiento auténticamente progresista, moderno, dispuesto a cambiar gradualmente no sólo el enfoque de la estrategia de combate a la delincuencia, sino la situación de pauperización en la que se encuentran cientos de miles de familias para recomponer el tejido social.
Sin embargo, no todo está perdido, mientras en algunos sectores de la sociedad aun exista la capacidad de indignación, la solidaridad y el valor de la libertad para protestar, ya sea saliendo a las calles, ya escribiendo un simple texto, aun habrá posibilidad de conformar una masa crítica que sea el detonante de pequeños pero trascendentes movimientos hacia una verdadera transformación del país; aunque ésta de momento no figure en la oferta de ninguno de los candidatos presidenciales.
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