14 ene 2016

La violencia que no cede

En días recientes dos acontecimientos locales trascendieron hacia lo nacional y conmocionaron a la opinión pública debido a que tienen como denominador común la violencia. Se trata de la aparición de un cuerpo sin vida pendiendo de un paso vehicular elevado en la delegación Iztapalapa del Distrito Federal y el linchamiento de dos jóvenes encuestadores en Ajalpan, Puebla.

Además de las implicaciones sociales y políticas, ambos casos son significativos por su coincidencia temporal pero principalmente porque denotan dos expresiones de violencia que dan cuenta del nivel de disfuncionalidad y anomia prevaleciente en ciertos sectores de la sociedad, así como de la penetración generalizada de este fenómeno en el tejido social.

En el primero de los casos las características del homicidio, la forma de darlo a conocer y la intencionalidad de este último acto no dejan lugar a dudas de que hay una abierta disputa entre bandas de narcotraficantes por el control territorial de determinadas zonas del Distrito Federal. De modo que por más que la autoridad local se empeñe en negar que los grandes cárteles de la droga operan en la capital del país, el impacto mediático del acontecimiento le inyecta una fuerte presión al gobierno de la ciudad para reconocer el problema y enfrentarlo con las  medidas adecuadas.

No obstante, lo que más debería de preocupar a la opinión pública además de la sensación de inseguridad respecto a la integridad física que no se había sentido en la Ciudad de México, ni siquiera en los años más álgidos de la denominada “guerra contra el narcotráfico” emprendida por el ex presidente Felipe Calderón, es el nivel de ensañamiento mostrado en la ejecución del “colgado de Iztapalapa” -como le han llamado algunos medios de comunicación a éste caso- porque da cuenta de un gravísimo nivel de descomposición social en el cual la noción de dignidad de la persona ha desaparecido por completo.

En el caso de los jóvenes encuestadores linchados en Ajalpan, Puebla, amén de la indignación producida por la incapacidad de la autoridad municipal para hacerse valer ante una turba enfurecida y abdicar de su función de aplicar la ley, lo más preocupante es la constatación de que los niveles patológicos de violencia no son exclusivos de los cárteles de narcotraficantes, sino también de personas ordinarias que cegadas por el miedo y la ignorancia pueden cometer atrocidades amparadas bajo el anonimato y la impunidad que brinda la multitud.

Dado que ambos casos comparten como factor común la violencia extrema, es propicio reflexionar respecto a la eficacia de la estrategia ejecutada por el Estado para afrontar este fenómeno desde la perspectiva de la seguridad pública. En este sentido hay que consignar que se trata de medidas reactivas que no atienden el fondo del problema que es la genealogía social de la violencia, es decir las circunstancias o situaciones subyacentes en la sociedad que han propiciado el surgimiento de comportamientos criminales ya no necesaria o primordialmente asociados y/o explicados a partir de la situación socioeconómica de quienes los realizan, sino del resentimiento social que su condición de precariedad les produce. En otras palabras, parece que en los días y los años que corren ya no se delinque para sobrevivir a la pobreza, sino para vengarse de la sociedad.

Así pues, el carácter reactivo de la estrategia estatal de seguridad pública se expresa en los intentos de mitigar la violencia con más violencia, sólo que ésta última institucionalizada por la autoridad a través de más efectivos policíacos y armamento, sin contar con -o ignorando la existencia de- diagnósticos que identifiquen las causas específicas del problema. De esta manera, no importa si la violencia está asociada a la disputa territorial entre bandas de la delincuencia organizada; o al miedo, la zozobra y la ignorancia de una localidad alejada de los centros urbanos, la medida siempre es la misma: enviar más policías a la zona donde se registra problemática, sea para azuzar la escalada de violencia con más enfrentamientos, sea para apaciguarla temporalmente.

Sin embargo, más allá de la ejecución de determinados programas de rescate de espacios públicos principalmente en zonas urbanas, no se ha visto un análisis  sociológico que identifique las causas específicas que están produciendo niveles de sociopatía como los mostrados por los sicarios al servicio de los carteles del narcotráfico en sus ejecuciones, o por una turba de habitantes de una comunidad sumida en la miseria y el miedo.

El que un grupo de personas -sicarios o pobladores enfurecidos- sea capaz de someter, torturar y asesinar a otras personas sin sentir el menor remordimiento, conmiseración o culpa, es indicativo de altísimos niveles de resentimiento, odio y ausencia o incapacidad de discernimiento ético; lo cual, a su vez, implica que algo en la estructura social no está funcionando bien o ha dejado de funcionar. Y no se trata únicamente de la desigualdad e inequidad producidas por el sistema económico, como sostiene con cierta dosis de ingenuidad un sector de la izquierda cuando explica/justifica que la inseguridad y la delincuencia derivan de la pobreza que pervierte la bondad innata de los seres humanos.

No. Se trata de cuestiones más complejas, como el desmedido aspiracionismo hacia un estilo de vida francamente incosteable para amplísimas capas de la sociedad fomentado por los medios de comunicación; la disfuncionalidad de la familia como célula básica del tejido social; o la ineficacia de la escuela como centro difusor de valores cívicos y éticos, por no hablar del socavamiento de la autoridad de los profesores.

En tanto no existan políticas públicas que atiendan estos problemas, la estrategia reactiva implementada por el Estado para mitigar los niveles de violencia continuará arrojando resultados muy limitados y esa entelequia denominada legalidad seguirá siendo sólo una utópica aspiración de febriles mentes ilustradas. 

Publicado en El Imparcial 23/10/2015

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