En días recientes dos
acontecimientos locales trascendieron hacia lo nacional y conmocionaron a la
opinión pública debido a que tienen como denominador común la violencia. Se
trata de la aparición de un cuerpo sin vida pendiendo de un paso vehicular
elevado en la delegación Iztapalapa del Distrito Federal y el linchamiento de
dos jóvenes encuestadores en Ajalpan, Puebla.
Además de las implicaciones
sociales y políticas, ambos casos son significativos por su coincidencia
temporal pero principalmente porque denotan dos expresiones de violencia que
dan cuenta del nivel de disfuncionalidad y anomia prevaleciente en ciertos
sectores de la sociedad, así como de la penetración generalizada de este
fenómeno en el tejido social.
En el primero de los casos
las características del homicidio, la forma de darlo a conocer y la
intencionalidad de este último acto no dejan lugar a dudas de que hay una
abierta disputa entre bandas de narcotraficantes por el control territorial de
determinadas zonas del Distrito Federal. De modo que por más que la autoridad
local se empeñe en negar que los grandes cárteles de la droga operan en la
capital del país, el impacto mediático del acontecimiento le inyecta una fuerte
presión al gobierno de la ciudad para reconocer el problema y enfrentarlo con
las medidas adecuadas.
No obstante, lo que más
debería de preocupar a la opinión pública además de la sensación de inseguridad
respecto a la integridad física que no se había sentido en la Ciudad de México,
ni siquiera en los años más álgidos de la denominada “guerra contra el
narcotráfico” emprendida por el ex presidente Felipe Calderón, es el nivel de
ensañamiento mostrado en la ejecución del “colgado de Iztapalapa” -como le han
llamado algunos medios de comunicación a éste caso- porque da cuenta de un
gravísimo nivel de descomposición social en el cual la noción de dignidad de la
persona ha desaparecido por completo.
En el caso de los jóvenes
encuestadores linchados en Ajalpan, Puebla, amén de la indignación producida
por la incapacidad de la autoridad municipal para hacerse valer ante una turba
enfurecida y abdicar de su función de aplicar la ley, lo más preocupante es la
constatación de que los niveles patológicos de violencia no son exclusivos de
los cárteles de narcotraficantes, sino también de personas ordinarias que
cegadas por el miedo y la ignorancia pueden cometer atrocidades amparadas bajo
el anonimato y la impunidad que brinda la multitud.
Dado que ambos casos
comparten como factor común la violencia extrema, es propicio reflexionar
respecto a la eficacia de la estrategia ejecutada por el Estado para afrontar
este fenómeno desde la perspectiva de la seguridad pública. En este sentido hay
que consignar que se trata de medidas reactivas que no atienden el fondo del
problema que es la genealogía social de la violencia, es decir las
circunstancias o situaciones subyacentes en la sociedad que han propiciado el
surgimiento de comportamientos criminales ya no necesaria o primordialmente
asociados y/o explicados a partir de la situación socioeconómica de quienes los
realizan, sino del resentimiento social que su condición de precariedad les
produce. En otras palabras, parece que en los días y los años que corren ya no
se delinque para sobrevivir a la pobreza, sino para vengarse de la sociedad.
Así pues, el carácter
reactivo de la estrategia estatal de seguridad pública se expresa en los
intentos de mitigar la violencia con más violencia, sólo que ésta última institucionalizada
por la autoridad a través de más efectivos policíacos y armamento, sin contar
con -o ignorando la existencia de- diagnósticos que identifiquen las causas
específicas del problema. De esta manera, no importa si la violencia está
asociada a la disputa territorial entre bandas de la delincuencia organizada; o
al miedo, la zozobra y la ignorancia de una localidad
alejada de los centros urbanos, la medida siempre es la misma: enviar más
policías a la zona donde se registra problemática, sea para azuzar la escalada
de violencia con más enfrentamientos, sea para apaciguarla temporalmente.
Sin embargo, más allá de la
ejecución de determinados programas de rescate de espacios públicos
principalmente en zonas urbanas, no se ha visto un análisis sociológico que identifique las causas
específicas que están produciendo niveles de sociopatía como los mostrados por
los sicarios al servicio de los carteles del narcotráfico en sus ejecuciones, o
por una turba de habitantes de una comunidad sumida en la miseria y el miedo.
El que un grupo de personas -sicarios
o pobladores enfurecidos- sea capaz de someter, torturar y asesinar a otras
personas sin sentir el menor remordimiento, conmiseración o culpa, es
indicativo de altísimos niveles de resentimiento, odio y ausencia o incapacidad
de discernimiento ético; lo cual, a su vez, implica que algo en la estructura social no está funcionando bien o ha dejado
de funcionar. Y no se trata únicamente de la desigualdad e inequidad producidas
por el sistema económico, como sostiene con cierta dosis de ingenuidad un
sector de la izquierda cuando explica/justifica que la inseguridad y la delincuencia
derivan de la pobreza que pervierte la bondad innata de los seres humanos.
No. Se trata de cuestiones
más complejas, como el desmedido aspiracionismo hacia un estilo de vida
francamente incosteable para amplísimas capas de la sociedad fomentado por los
medios de comunicación; la disfuncionalidad de la familia como célula básica
del tejido social; o la ineficacia de la escuela como centro difusor de valores
cívicos y éticos, por no hablar del socavamiento de la autoridad de los
profesores.
En tanto no existan políticas públicas que
atiendan estos problemas, la estrategia reactiva implementada por el Estado
para mitigar los niveles de violencia continuará arrojando resultados muy
limitados y esa entelequia denominada legalidad seguirá siendo sólo una utópica
aspiración de febriles mentes ilustradas.
Publicado en El Imparcial 23/10/2015
No hay comentarios.:
Publicar un comentario