Recuerdo que
en mis primeras clases de sociología en el Colegio de Ciencias y Humanidades,
impartidas como parte de una asignatura que no se llamaba precisamente
Sociología, pero que contenía muchos temas propios de esta disciplina, los
autores que leía se esforzaban en acentuar el carácter social de los seres
humanos.
En ese
momento, si bien lograba entender el concepto, me parecía demasiado rebuscado,
estilizado o tal vez obvio; máxime porque las páginas de las antologías en las
que aparecían esos temas eran ilustradas con fotografías de personas
aglutinadas en la esquina de una gran avenida esperando el cambio en la luz del
semáforo.
De modo que
no fue sino hasta muchísimos años después que adquirí plena conciencia de que,
como decía Aristóteles en la mala traducción hecha por los pensadores latinos,
el hombre es un animal social.
Esta breve
introducción viene a cuento porque hace poco fui invitado y asistí a una fiesta
de XV años. Al estar sentado en aquella mesa adornada para la ocasión, con los
mismos colores que el vestido de la festejada, y al mirar a toda esa gente
comiendo y bebiendo en ocasión de ese evento, recordé las ilustraciones de las
antologías que había leído en mis años mozos (pus sí, ya estoy ruco, qué se le
va a hacer).
Pero más allá
de ese hecho lógico, concerniente a la naturaleza social de los hombres (sobra
hacer la acotación de que “hombres” es un genérico gramatical) que una vez más
pude constatar sentado en medio de aquella pequeña multitud (los padres de la
quinceañera invitaron a poco más de ¡400 personas!), lo que me interesa abordar
aquí es el festejo mismo, la simbología que porta implícita y la reproducción
de pautas culturales que muy poco abonan, desde mi perspectiva, a la
construcción de una sociedad ya no
digamos más equitativa, sino aunque sea un poco más refinada.
Supongo que
tanto para los antropólogos como para los sociólogos queda muy claro el hecho
de que la fiesta de XV años es un ritual de paso. Aunque en realidad tanto para
los antropólogos como para los sociólogos todo es ritual y constatación de que
los humanos somos simios semi evolucionados con una rústica noción e impetú de
trascendencia. De modo que para mí, como
politólogo, analizar una festividad de ese tipo es un acto relativamente novedoso,
no tanto por lo sorprendente o llamativo que pudiera parecerme tal acontecimiento
(anteriormente había asistido a otros que me sí impresionaron, sobre todo por el
mal gusto), como por las observaciones que realicé durante mi asistencia al más
reciente.
En el
entendido de que dicha festividad es popular en toda América Latina obviaré su
descripción, y aun más, en el entendido de que no pretendo aquí elaborar un
estudio académico sino simplemente perder mi tiempo divagando sobre una
estupidez, tampoco intentaré rastrear su genealogía. Baste pues sólo mencionar
que fue la primera vez que traté de dimensionar la fiesta más allá de su
significación inmediata como ocasión para comer, beber y bailar de gorra y en su lugar pasarla por un crisol de observación tanto más elaborado, en el que confluyen
en una enorme y difusa cápsula ideológica todas mis rudimentarias nociones
politológicas, sociológicas, antropológicas y religiosas.
Así, lo
primero que quisiera comentar es el sello sexista de la celebración en varios
aspectos. El primero y más evidente es que en su mayor parte es una festividad
reservada exclusivamente para las niñas. La industria de consumo que existe a
su alrededor así lo demuestra. Los vestidos, las zapatillas, los velos, los
ramos de flores y hasta los “chambelanes” son
confeccionados exclusivamente para el target femenino (ignoro si también
se contemple a la comunidad LGTB).
No hay
trajes de XV años para niños, ni chambelanas (el modelo table dancer, en caso
de existir, sería muy exitoso), ni zapatos, ni invitaciones.
¿El motivo?
Aparentemente muy sencillo: en una sociedad predominantemente machista –aunque en
tránsito hacia otras pautas culturales tanto menos atávicas- son las niñas las
que deben casarse para ser mantenidas por el hombre, y por tal razón hay que
anunciar que han entrado ya en la edad reproductiva.
Los niños no tienen esa “necesidad” y por
tanto no es necesario armarles ese fasto.
El segundo
aspecto que denota el sexismo de la celebración es el fuerte acento en su
simbolismo, es decir, que ese acontecimiento significa el trásito de “niña a mujer”,
pasando por alto el proceso de maduración implícito en la adolescencia propia
de esa edad. El rito mismo del
ofrecimiento del “último juguete” evidencia el hecho de que la festejada es aun
una niña que es arrancada violentamente de esa condición en un acto público, a
la vista de la comunidad. Es violencia simbólica tout court (los créditos del concepto corresponden a Pierre Bordieu).
El tercer
aspecto es el reforzamiento de la noción mujer-objeto, tan sólo matizado por el eufemismo
de la “presentación en sociedad”, que es por lo demás un término anacrónico. Esto
es, que en las sociedades hispanoamericanas parroquiales y las más de las veces
aldeanas del siglo XIX y principios del XX, el término “sociedad” se reservaba
para los estratos presuntamente altos, aunque muchas veces no quedaba claro si
la naturaleza de ese estatus provenía de una cultura refinada o de una pudiente
condición económica basada en las rentas agrícolas. De tal suerte que, en esas
pequeñas sociedades cerradas, con un poco más de noción de la urbanidad que el
grueso de la población que vivía dispersa en el campo, era común “presentar” a
las hijas de los hacendados, pequeños comerciantes y profesionistas, para
arreglar matrimonios de conveniencia a partir de la negociación de determinadas
dotes.
La mujer,
pues, era un objeto de cambio para asegurar la prosperidad de los negocios
familiares.
En la fiesta
de marras a la que tuve oportunidad de asistir, durante el preámbulo del vals, la
festejada tomó las copas de una charola
que le había acercado otra niña ¡para repartirlas entre sus “chambelanes”! en
un acto que adicionalmente proyectó la imagen de la mujer como servidumbre del
hombre.
Ahora, la
pregunta es ¿hasta qué punto las personas que organizan y participan en ese
tipo de acontecimientos son conscientes del carácter ritual que implica la
celebración? O si se prefiere, ¿hasta qué punto ésta es sólo un reflejo de su mal
gusto y escaso bagaje cultural o a lo más, una burda expresión de su esnobismo?
Al respecto,
uno de los aspectos que se muestran en forma exponencial y se reproducen en la
celebración de la fiesta de los XV años es el aspiracionismo de las clases
medias bajas por alcanzar un estatus más respetable, no tanto frente a los
otros estratos de la sociedad, sino entre aquellos de su misma condición. Esto
es, que entre más fastuosa sea la festividad mayor será imagen de pujanza
económica, aunque esto diste demasiado de la realidad.
De modo,
pues, que en la fiesta de XV años convergen y se reproducen una serie de
prácticas culturales que lejos de vulnerar los valores conservadores y
anacrónicos, los afianzan; y sea tal vez esa circunstancia la que propicie que
los otros valores, es decir, los de la democracia, no terminen de enraizar y
exhiban las contradicciones de una sociedad que en lo público aspira a la
modernidad y al progreso, pero que en lo privado mantiene el tradicionalismo.
Tal vez haya
sido demasiado pretencioso lo vertido en este texto, pero no pretendo que se
convierta en referente de estudio. Son sólo mis impresiones a partir de una
observación más detallada de un acontecimiento social común en nuestra sociedad.
4 comentarios:
Supongo que la siguiente frase sonará a Perogrullo, pero en este tipo de ceremonias, rituales, costumbres, o como le quieras llamar, el mal gusto se va refinando con el paso del tiempo.
Sonaré a anciana pero es la verdad: “En mis tiempos…” era una simple presentación estilo boda de vecindad como la describe el buen Chava Flores, o para ser más específicos “Los XV años de Espergencia”, sin grandes banquetes ni mucho lujo. En lo particular no me tocaron los quince chambelanes y las quince damas en patio de vecindad; apenas mis cuatro primos queriendo lucir un baile valseado, una entrada romántica y un ritmo sabrosón para el remante.
Ahora si es toda una industria. Los chambelanes ya son profesionales bailadores de academia contratados para el lucimiento de la chiquilla. La última muñeca, el cambio de zapatillas, la coronación, el brindis… ahhhh, la lista es larga y llena de simbolismos que como bien dices, sólo promocionan a la recién adquirida carne de cañón para los libidinosos hombres casaderos o para los lubricos adolescentes efervescentes que, en una de esas, le quitan la virtud a la festejada en plena fiesta, y a los nueve meses, tremenda panza.
¿Etiquetar? No le encuentro el sentido. Si en este tipo de jolgorios lo único que se pretende es eso pretender: 1) Que la niña es virgen; 2) Que la familia es pudiente; 3) Que todos los padrinos compiten por ver quién tiene más dinero; 4) Que la niña baila bien, y tiene amigos guapos, (los chambelanes comprados) y por último y la más patética; 5) Que el padre rompe todo protocolo al ofrecer como cabeza de familia, la fiesta, el trago, la comida y a la misma hija, a esa sociedad que sólo sabe ser lo que es, una jija de la… sociedad.
Pero como dices, sólo una mera participación para comentar tu reflexión desde las trincheras del invitado al festejo.
Saluditos.
Jefecita! Has mejorado sustancialmente tu estilo. Y sí. Tu comentario complementa y completa los demás aspectos que ya no abordé pero que son paradigmáticos de ese tipo de festejos.
Excelente apeeciación. Estas fiestas sólo se prestan para que las niñas sean hoy en día sexualizadas y materia de consumo social. Ahora las que compiten son ellas. Compiten con que celebración es más suntuosa, más original, más "especial", pero no deja de ser eso, una burda y ciega competencia donde los padres deben pagar el precio. Es una noche dónde es lícito que una niña de barrio popular decida gastar cifras enormes, que uno como adulto ni pensaría hacer, solo por el mérito de cumplir años. Lo que mejor podría hacer una niña es mostrar agradecimiento a sus padres por el esfuerzo de educarla y protegerla y evitar un gasto excesivo y sin sentido a sus seres queridos. A los ricos no se les daba nada estás celebraciones porque para ellos gastar imponentes cifras en ridiculeces como estás finalmente era cuestión de vaciar los bolsillos de sus empleados o del pueblo en caso de los reyes, como sucede hasta hoy; lo triste es ver al pobre antojado!
Excelente!
Publicar un comentario