Pasadas las sosas celebraciones de los primeros 100 días del nuevo gobierno federal, ahora el tema que ocupa el centro de la agenda pública, suministrado por la -hay que reconocerlo-eficiente estrategia de comunicación política ejecutada desde la Presidencia de la República, es la reforma constitucional en materia de telecomunicaciones que fue procesada por la Cámara de Diputados con una inusual velocidad.
Como se sabe, dicha reforma es parte de los “compromisos” signados por los principales partidos políticos nacionales y el titular del Ejecutivo, dentro del mecanismo de alineación de intereses comunes denominado “Pacto por México”.
El lado amable que justifica la incorporación de más párrafos y apartados a la ya de por sí enciclopédica Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, es la presunta necesidad pública de acotar a los agentes económicos dominantes en el mercado de las telecomunicaciones y la radiodifusión, mediante el fomento a la competencia y la diversificación de los oferentes de dichos servicios, lo cual en último término podría traducirse en presuntos beneficios para los consumidores.
Respecto a las cuestiones jurídicas y técnicas implicadas en dicha reforma, así como a sus alcances, riesgos y beneficios mucho han dicho desde hace ya mucho tiempo los expertos, abogados, economistas e ingenieros. De igual manera, sobre los actores involucrados en este tema y sus métodos de presión a los poderes públicos, así como de sus relaciones de cooperación e incluso de contubernio, mutuo usufructo y protección también ya mucho han opinado los columnistas de la prensa escrita y electrónica.
De manera que mi intención en estas líneas es centrar la atención en los aspectos residuales de dicha reforma, así como en sus posibles impactos en la vida cotidiana de la gran mayoría de personas que atestiguan como público pasivo el debate público y la disputa de poder implícita en dicho tema.
Así pues, comienzo por señalar el escepticismo en torno a las bondades de la reforma. Primero, porque introducir disposiciones particulares la Constitución es tanto como llamar a misa, porque se trata de una ley general, que como tal no se ocupa de detalles (más bien, no debería). Es decir, suena muy bonito que en la Constitución se diga que toda persona tiene derecho al “libre acceso a información plural y oportuna”; pero si no se especifica del otro lado que existe la obligación o el deber de procesar de forma “plural y oportuna” la información para proveerla a “toda persona”, ese derecho es etéreo. Además, la práctica ridícula y demagógica de los políticos mexicanos de incluir todo en la Constitución le resta seriedad y vigencia al texto constitucional, que debería de ser -según indica la teoría- una norma fundamental y fundacional; no un catálogo de buenas intenciones y corrección política.
Por otra parte, quién decide qué es lo “plural” y cuándo es “oportuna” esa información. A esa duda se responde, desde la técnica legislativa, afirmando que toca a la ley reglamentaria de la disposición constitucional ocuparse de los detalles. Y como el diablo está en los detalles, será en la Ley Federal de Telecomunicaciones donde los actores interesados ejercerán la mayor presión posible para mantener a salvo sus intereses. Por tal razón el CEO de Televisa, Emilio Azcarraga, pudo darse el lujo de declarar “bienvenida la competencia”, en el contexto de la presentación de la reforma, pues estaba plenamente consciente de que la disputa real estará en la definición de los detalles de la legislación secundaria.
Otro aspecto en el tema de las telecomunicaciones que ha sido muy mencionado es el supuesto beneficio que la competencia traerá a los consumidores, al propiciar más opciones de información y entretenimiento. Sin embargo, al respecto cabría formularse dos preguntas. La primera, porqué el Estado debería garantizar que tanto los servicios de telecomunicaciones como los de radiodifusión “brinden los beneficios de la cultura a toda la población”; y la segunda, a quién realmente beneficiará que el Estado garantice la prestación de dichos servicios en condiciones de competencia.
A la primera pregunta podría responderse con otra: ¿que no se supone que los beneficios de la cultura para toda la población el Estado los ofrece mediante la educación pública? Incluso podría formularse una más ¿qué es la cultura y por qué se da por sentado que así, mediante una conceptualización muy general, dicha cultura podría brindar beneficios? La cuestión es válida a la luz de los contenidos que actualmente se difunden tanto en los servicios de telecomunicaciones, como en los de radiodifusión. ¿Qué beneficios, por ejemplo, se desprenden de escuchar “Ya párate”, el programa radiofónico producido por MVS Radio, o “El Panda Show” de Televisa Radio? ¿Se puede denominar cultura a “Bailando por un sueño”, “La rosa de Guadalupe” o “Lo que callamos las mujeres”?
Los entusiastas de la reforma podrán objetar estas preguntas afirmando que la creación de una tercera cadena de televisión abierta diversificará las opciones. Sin embargo, mucho me temo que no importa el número de cadenas que se liciten, ni el número de canales, si lo que determina la oferta de contenidos -porque al final quienes operan los canales de televisión, las estaciones de radio y los portales de Internet son empresarios en buscar de beneficios económicos y no instituciones de asistencia social- es el perfil de la demanda, la cual en México y en Latinoamérica (basta un vistazo en YouTube a los programas televisivos que se producen en otros países de la región) está volcada hacia las telenovelas, el doble sentido y el alto contenido sexual en el que la mujer recurrentemente aparece como un objeto “saciamorbos”. En suma, la demanda está determinada por el ínfimo nivel cultural de los usuarios de dichos servicios, resultante de las lagunas, los vicios y las taras de la deficiente educación pública.
Por lo que hace a la pregunta en torno a quién realmente beneficia que exista competencia en las telecomunicaciones y la radiodifusión, hay que detenerse un momento a analizar cuál es el verdadero negocio de los prestadores de esos servicios. Para TV Azteca no lo es en modo alguno producir “Cosas de la vida”, sino la venta de los espacios publicitarios de ese programa para los anunciantes interesados en hacer llegar los beneficios de sus productos al público que consume “los beneficios de la cultura” que bondadosamente les hace llegar todas las tardes Rocío Sánchez Azuara mediante intensos e interesantísimos paneles con títulos como “Mi hermana vive de estafar a hombres casados”.
Si el mercado de las telecomunicaciones y la radiodifusión fuese más competido, ese anunciante no sólo tendría como opciones para insertar sus pautas publicitarias los programas producidos por TV Azteca (“Cosas de la vida”) o Televisa (“Laura en América”), sino en otros como “Casos de familia” producido por Cadena Tres, la televisora de la familia Vázquez Raña que mira con mucho apetito la posibilidad de ganar la concesión para operar la tercera cadena de televisión que se licitará como producto de la reforma y ofrecer su súper innovadora programación (el sarcasmo en gratis; de nada).
Así pues, a mayor competencia, los anunciantes de productos, entiéndase por ejemplo, Coca Cola, Bimbo, Alsea, tendrán más opciones de difusión de su publicidad a precios más bajos. Pero ¿y el consumidor/usuario/público? Sencillo, tendrá oportunidad de mirar la pauta publicitaria de Coca Cola en Televisa, TV Azteca, Cadena Tres o Uno TV (seguramente así se llamará la cadena de televisión de Carlos Slim). Eso es diversidad, sí señor.
Los siempre aguerridos, caricaturescos y residuales niños bien buena onda de la movilización #YoSoy132 dirán que con la reforma en comento se han dado los primeros pasos para la “democratización de los medios de comunicación”, cualquier cosa que eso signifique y cualquier cosa que entiendan por ello. Sin embargo, tratando de descifrar un poco el alcance de la tal demanda de medios más plurales, que es el adjetivo correcto que esos muchachitos deficientemente formados por sus dizque profesores universitarios, denotan al hablar de “democratización”, hay que considerar que ésta no se alcanza por efectos de una reforma a una disposición legal, sino por una asimilación cultural de los valores de la democracia: respeto, tolerancia, diversidad. Y estos y muchos otros más difícilmente se encontrarán en los contenidos de los medios de comunicación, porque no es su función, ni su finalidad ser instrumentos supletorios de la educación; sino mercadear información, entretenimiento y publicidad.
Por tal razón es que no hay mucho qué celebrar respecto al avance de esta reforma, que lo que hace es someter al arbitrio de la autoridad presidencial a los grandes poderes económicos en posesión de instrumentos estratégicos de dominación y manipulación como son los medios de comunicación, y propiciar la disminución de los costos de las pautas publicitarias al regular la entrada de nuevos oferentes de esos espacios al mercado de la radiodifusión y las telecomunicaciones.
Es, pues, otro cambio cosmético, al estilo del Presidente y su gobierno.
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