6 nov 2007

Acerca de la muerte

El ciclo biológico que delimita la existencia de cualquier ser vivo está determinado por dos acontecimientos capitales: el nacimiento y la muerte. Ambos han sido objeto de una gran diversidad de estudios y enfoques teóricos desde diferentes disciplinas.

Asimismo el nacer y el morir se han constituido en la base de diversas perspectivas religiosas y filosóficas, que han hecho las veces de cimientos sobre los que se han edificado prácticamente todas las civilizaciones y culturas que ha registrado la historia en sus anales.

De modo particular, en el Occidente moderno influenciado por la estructura patriarcal propia de los pueblos griego y romano, así como del judaísmo y el cristianismo, se le ha dado un lugar preponderante a la muerte como misterio a descubrir y destino a rebasar.

De la muerte se sabe mucho menos que del nacimiento, momento inicial de la vida, del que sólo las madres, es decir, las mujeres, podían dar cuenta hasta que la teología cristiana desarrollada por Pablo de Tarso, les expropió la capacidad de dar vida, para conferírsela únicamente a Cristo Jesús, el hombre-Dios. Ya después Agustin de Hipona habrá de complementar la expropiación paulina de la natalidad y la vida, con su teología del pecado original.

Del nacimiento se sabe que es la culminación de un proceso biológico que inicia en el momento de la concepción. Dar a luz es traer al mundo a un ser vivo que durante algún tiempo permaneció oculto y que ahora aparece ante un mundo que se le presenta extraño y hostil.

En cambio, de la muerte no se sabe más que es la culminación de la vida. El agotamiento definitivo de un conjunto de pequeños ciclos de reproducción celular.

De ahí que en torno a la muerte, que es misterio, se hayan generado la especulación y las primeras formas de construcción del conocimiento: la cosmogonía y el mito, que posteriormente dieron paso al surgimiento de la teología y la filosofía.

Si bien la muerte es el pilar subyacente que sostiene el edificio cultural de la modernidad occidental, existe también un paradójico apego a la vida, entendida como el entorno natural y el mundo artificial en el que tiene lugar el desenvolvimiento de la existencia.

Tal apego es paradójico porque el nacer no es una acción conciente y voluntaria del ser existente, sino más bien un acto arbitrario y contingente. Nacer es surgir de ninguna parte, adquirir conciencia, es decir, descubrir no sin azoro que la vida es finita, y dedicar la existencia -mientras dure- a mantenerse vivo en un entorno natural que es completamente hostil. De hecho la paradoja se convierte en ironía al reparar que buena parte de la filosofía es vitalista y funda la tragedia en la conciencia de la muerte, esto es, en la condición finita de los seres vivos.

La conciencia de la muerte es el origen del miedo más diáfano que pueden sentir los hombres; de aquí que para mitigarlo se hayan dado a la tarea de construir múltiples narrativas, entre las cuales las más importantes son aquellas de tipo religioso y filosófico.

Precisamente apenas hace unos días tuvo lugar la conmemoración, celebración y reproducción de algunas de esas narrativas. Por una parte, la correspondiente al cristianismo, que sostenido sobre el dogma de un Dios de vida que resucitó de entre los muertos a su propio Hijo hecho hombre, ofrecido a si mismo bajo la figura del Padre, como victima de reconciliación con el género humano creado por Él mismo, no podía aceptar abiertamente el culto a la memoria de los muertos, propia de los pueblos etruscos que fueron los padres de la cultura latina con la que aquella doctrina de raigambre judaica se mimetizó, para poder perdurar una vez convertida en la religión oficial del Imperio Romano. Por tanto el cristianismo optó por celebrar a los “santos difuntos”, bajo la égida litúrgica del rito romano, que incluye el sacrificio simbólico de Cristo Jesús y la teofagia como momentos centrales de la celebración.

Por otra parte, la narrativa propia de los pueblos mesoamericanos prehispánicos, que en si misma es llamativa no sólo por su carácter festivo, sino también y principalmente por su significación.

A diferencia de otras culturas y civilizaciones, las culturas mesoamericanas prehispánicas no desarrollaron el miedo a la muerte y por el contrario, fueron bastante concientes del carácter finito y temporal de la vida. Al respecto resultan bastantes elocuentes algunos fragmentos de un conocido poema nahuatl: “aunque sea jade se rompe/aunque sea pluma de quetzal se rompe/ nada dura para siempre/sólo un poco aquí/sólo un poco aquí”.

En otras palabras, los antiguos pueblos mesoamericanos fueron concientes de que la vida era finita y no por ello prorrumpieron en un prurito de señora gorda histérica, como la gran mayoría de los filósofos griegos (salvo los cínicos y los estoicos). De hecho, aquellos fueron capaces de sintetizar la relación entre la vida y la muerte al momento de reparar en que, para morir se necesitaba de toda una vida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"La VIDA y la MUERTE
bordada en la boca
tenía Merceditas
la del guardarropas.
La del guardarropas
del tablao de "el Lacio"
un gitano falso
ex bufón de palacio"

MAEL dijo...

Caray!!!!
después de haber pasado los últimos años de mi vida venciendo ese temor tan inexplicable a lo desconocido de la muerte; ahora que vivo tranquila al respecto aparece usted con esta entrada, que será responsable quizas de otros cinco años sin dormir a causa de la culpa que me ha causado saber que nacer fué una arbitrariedad...y es que amigo, no se le dice eso a quienes ya tenemos la dicha de ser padres, y que sabemos como invaden nuestra vida los hijos...

Tiene usted razón, nacer es una arbitrariedad, tanto como hacer conciente de ello a quienes viven tranquilos y satisfechos con su vida...ya me voy, voy a pedirle perdón a mis padres por la arbitrariedad que cometí con ellos...snif, snif... aunque eso no me quita el placer que les causo colaborar a ello...:)