Entre 1928 y 1934, durante su reclusión en Turín y luego en Cittavecchia, Antonio Gramsci escribió sus famosos Cuadernos de la cárcel.
Para quien no esté familiarizado con el nombre de este genial teórico político italiano, nacido en 1891, basta decir que fue el más destacado y ecuánime exponente del marxismo europeo de principios del siglo XX, cuya ascendente y deslumbrante trayectoria intelectual se vio eclipsada por la sistemática persecución de que fue objeto por parte del fascismo.
Gramsci, lector no dogmático de los escritos de Marx (Carlos, no Groucho), aportó a la teoría política contemporánea una categoría de análisis que hoy pareciera olvidada, pero que sin duda alguna continúa vigente debido a la permanente reproducción del fenómeno social al que apunta; tal categoría es la de hegemonía.
No obstante, en un acto de humildad poco usual entre los intelectuales, Gramsci no se adjudica el crédito de la factoría de ese concepto, sino que se lo otorga a Lenin, que la concibió en términos similares a la dictadura del proletariado.
Para no agobiar al lector con términos somnolientos, pasados de moda y con fuerte olor a formol, hay que anotar solamente que Gramsci entendió el concepto de hegemonía como la dirección ideológica y cultural de la sociedad, ejercida por una clase particular poseedora de un monopolio intelectual.
A diferencia de la dominación, en la que una clase social obtiene la obediencia de las demás por medio de la coerción, el ejercicio de la hegemonía de la clase dirigente tiene lugar mediante la conformación de un bloque intelectual, que tiene por tarea formular una concepción general de la vida, que ofrezca distinción respecto a otras concepciones, y un principio educativo y pedagógico, a través del cual aquella concepción sea difundida entre los amplios sectores de la sociedad, para que la asimilen y la apropien.
De lo anterior se desprende la gran importancia que Gramsci concedió al estudio de los intelectuales, entendidos como hombres y mujeres plenamente concientes de su realidad y culturalmente bien formados, pues sobre ellos recaía la tarea de producir y reproducir la hegemonía de una cierta clase o sector de la sociedad, mediante la interpretación de los hechos históricos, la formación de una determinada identidad nacional, el impulso de un patrón de producción cultural específico y otro tipo de actividades.
Sin embargo, debido a su propia condición de librepensadores, no todos los intelectuales han de adherirse al propósito de la clase hegemónica, sino que algunos de ellos pueden optar por cuestionar la hegemonía y promover valores y fines contrarios a los presentados y promovidos por el bloque intelectual de la clase dirigente.
Es así como surgen los intelectuales contra hegemónicos, cuyas pautas de creación cultural, visión e interpretación histórica y orientación ideológica intentan contrarrestar la influencia de la dirección cultural de la sociedad ejercida por los malosos intelectuales orgánicos en contubernio con los archirequeterecontra malosos integrantes de la clase dirigente.
Hacía finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando los supuestos intelectuales de izquierda cayeron en la cuenta de que dentro del marxismo no todo era Lenin y Trotsky, se dieron a la tarea de leer a Gramsci e impulsar la idea de la contra hegemonía. Fue así como surgieron los íconos de la pretendida pero malograda cultura subversiva y contra hegemónica que aun perduran en nuestros días.
Eran los tiempos en los que Fidel Castro y Ernesto Guevara eran vistos precisamente como los prototipos del intelectual subversivo y contra hegemónico; y también eran los tiempos en los que escribir novelas de tipo político y poemas ilegibles, pero contestatarios, significaba prácticamente ganarse un lugar en los santuarios clandestinos ubicados dentro de los cubículos estudiantiles en las universidades latinoamericanas.
Lo curioso e irónico de todo esto fue que con el transcurrir de la propia historia, aquellos intelectuales subversivos, quasi clandestinos y contra hegemónicos, terminaron convirtiéndose precisamente en aquello contra lo que lucharon: en elementos integrantes de una clase hegemónica y de su respectivo bloque intelectual.
Sin embargo no son esos intelectuales, sus pecados de juventud y su debilidad respecto al poder y al prestigio, lo que me interesa abordar en este texto. Si los he mencionado es a modo de preámbulo –quizá un poco extenso- para lo que realmente me interesa señalar, que es el carácter de ídolos o totems sagrados, que les suelen conferir masas apenas medianamente formadas en términos culturales.
Para quien no esté familiarizado con el nombre de este genial teórico político italiano, nacido en 1891, basta decir que fue el más destacado y ecuánime exponente del marxismo europeo de principios del siglo XX, cuya ascendente y deslumbrante trayectoria intelectual se vio eclipsada por la sistemática persecución de que fue objeto por parte del fascismo.
Gramsci, lector no dogmático de los escritos de Marx (Carlos, no Groucho), aportó a la teoría política contemporánea una categoría de análisis que hoy pareciera olvidada, pero que sin duda alguna continúa vigente debido a la permanente reproducción del fenómeno social al que apunta; tal categoría es la de hegemonía.
No obstante, en un acto de humildad poco usual entre los intelectuales, Gramsci no se adjudica el crédito de la factoría de ese concepto, sino que se lo otorga a Lenin, que la concibió en términos similares a la dictadura del proletariado.
Para no agobiar al lector con términos somnolientos, pasados de moda y con fuerte olor a formol, hay que anotar solamente que Gramsci entendió el concepto de hegemonía como la dirección ideológica y cultural de la sociedad, ejercida por una clase particular poseedora de un monopolio intelectual.
A diferencia de la dominación, en la que una clase social obtiene la obediencia de las demás por medio de la coerción, el ejercicio de la hegemonía de la clase dirigente tiene lugar mediante la conformación de un bloque intelectual, que tiene por tarea formular una concepción general de la vida, que ofrezca distinción respecto a otras concepciones, y un principio educativo y pedagógico, a través del cual aquella concepción sea difundida entre los amplios sectores de la sociedad, para que la asimilen y la apropien.
De lo anterior se desprende la gran importancia que Gramsci concedió al estudio de los intelectuales, entendidos como hombres y mujeres plenamente concientes de su realidad y culturalmente bien formados, pues sobre ellos recaía la tarea de producir y reproducir la hegemonía de una cierta clase o sector de la sociedad, mediante la interpretación de los hechos históricos, la formación de una determinada identidad nacional, el impulso de un patrón de producción cultural específico y otro tipo de actividades.
Sin embargo, debido a su propia condición de librepensadores, no todos los intelectuales han de adherirse al propósito de la clase hegemónica, sino que algunos de ellos pueden optar por cuestionar la hegemonía y promover valores y fines contrarios a los presentados y promovidos por el bloque intelectual de la clase dirigente.
Es así como surgen los intelectuales contra hegemónicos, cuyas pautas de creación cultural, visión e interpretación histórica y orientación ideológica intentan contrarrestar la influencia de la dirección cultural de la sociedad ejercida por los malosos intelectuales orgánicos en contubernio con los archirequeterecontra malosos integrantes de la clase dirigente.
Hacía finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando los supuestos intelectuales de izquierda cayeron en la cuenta de que dentro del marxismo no todo era Lenin y Trotsky, se dieron a la tarea de leer a Gramsci e impulsar la idea de la contra hegemonía. Fue así como surgieron los íconos de la pretendida pero malograda cultura subversiva y contra hegemónica que aun perduran en nuestros días.
Eran los tiempos en los que Fidel Castro y Ernesto Guevara eran vistos precisamente como los prototipos del intelectual subversivo y contra hegemónico; y también eran los tiempos en los que escribir novelas de tipo político y poemas ilegibles, pero contestatarios, significaba prácticamente ganarse un lugar en los santuarios clandestinos ubicados dentro de los cubículos estudiantiles en las universidades latinoamericanas.
Lo curioso e irónico de todo esto fue que con el transcurrir de la propia historia, aquellos intelectuales subversivos, quasi clandestinos y contra hegemónicos, terminaron convirtiéndose precisamente en aquello contra lo que lucharon: en elementos integrantes de una clase hegemónica y de su respectivo bloque intelectual.
Sin embargo no son esos intelectuales, sus pecados de juventud y su debilidad respecto al poder y al prestigio, lo que me interesa abordar en este texto. Si los he mencionado es a modo de preámbulo –quizá un poco extenso- para lo que realmente me interesa señalar, que es el carácter de ídolos o totems sagrados, que les suelen conferir masas apenas medianamente formadas en términos culturales.
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