Hemos llegado al asueto del día de muertos, es decir, a la antesala del final del año.
Recuerdo que desde niño estás fechas me gustaban mucho. Especialmente porque iba donde mi abuela y la acompañaba al mercado la tarde del día 31 de octubre, a hacer las compras para el preparativo de la ofrenda que pondría al día siguiente.
No sé si sea nostalgia o más bien melancolía, pero pienso que mi generación fue de las últimas que vivieron el pleno significado de este tipo de festejos. Hoy en día, por el contrario, tengo la percepción de que estas tradiciones se han convertido en meras conmemoraciones o, a lo mucho, en otras fechas más del calendario comercial hábilmente explotado por las tiendas departamentales, los grandes almacenes y otro tipo de establecimientos como los bares y las discotecas.
En las escuelas –particularmente en aquellas privadas- los niños no saben en realidad qué es lo que festejan, aunque sin duda les resulta más llamativo el Halloween y su fantasmagoría sombría, que el día de muertos que evoca elementos culturales autóctonos pero paradójicamente desconocidos.
Sólo en algunas pequeñas comunidades rurales se puede encontrar aun el antiguo espíritu de la celebración de los muertos, que es precisamente la festividad, la firme creencia de que familiares y amigos fallecidos volverán en espíritu de donde sea que habiten, para convivir nuevamente con sus padres, hermanos, amigos, en torno a una mesa colorida, adornada con flores de olores penetrantes y servida con los alimentos y bebidas que aquellos gustaban cuando vivos.
Cuando niño, recuerdo que creía firmemente que mis abuelos difuntos llegaban a la mesa que ponía mi abuela, repleta de comida, fruta, golosinas y postres.
Era tal mi fe que podía jurar que las tazas de café servidas por la mañana, estaban medio llenas al caer la tarde como resultado de que mi abuelos, o más bien sus espíritus, efectivamente habían bebido de ellas.
Desde luego que también me gustaba salir con mis amigos, disfrazados todos, a pedir la “calaverita”, entonando a la entrada de las tiendas que había en las cercanías de la casa de mi abuela, alguna copla propia de la ocasión para luego recibir en recompensa algunos dulces o algunas monedas.
Ahora en las zonas urbanas es realmente difícil encontrar a los niños pidiendo la calaverita, debido a las condiciones de inseguridad y codicia de las personas. Lo que es más, de forma harto preocupante en la ciudades la celebración anglosajona del Halloween ha ganado mayor popularidad entre los niños y jóvenes, que de por sí viven una crisis de identidad sin precedentes.
Mañana escribiré acerca de las diferencias culturales y religiosas existentes entre las celebraciones del Halloween, Todos los santos y el Día de muertos, pues se trata de diferencias bien interesantes, que en el fondo comparten la tendencia hacia el sincretismo.
Por lo pronto iré a comprar una calaverita de chocolate.
Recuerdo que desde niño estás fechas me gustaban mucho. Especialmente porque iba donde mi abuela y la acompañaba al mercado la tarde del día 31 de octubre, a hacer las compras para el preparativo de la ofrenda que pondría al día siguiente.
No sé si sea nostalgia o más bien melancolía, pero pienso que mi generación fue de las últimas que vivieron el pleno significado de este tipo de festejos. Hoy en día, por el contrario, tengo la percepción de que estas tradiciones se han convertido en meras conmemoraciones o, a lo mucho, en otras fechas más del calendario comercial hábilmente explotado por las tiendas departamentales, los grandes almacenes y otro tipo de establecimientos como los bares y las discotecas.
En las escuelas –particularmente en aquellas privadas- los niños no saben en realidad qué es lo que festejan, aunque sin duda les resulta más llamativo el Halloween y su fantasmagoría sombría, que el día de muertos que evoca elementos culturales autóctonos pero paradójicamente desconocidos.
Sólo en algunas pequeñas comunidades rurales se puede encontrar aun el antiguo espíritu de la celebración de los muertos, que es precisamente la festividad, la firme creencia de que familiares y amigos fallecidos volverán en espíritu de donde sea que habiten, para convivir nuevamente con sus padres, hermanos, amigos, en torno a una mesa colorida, adornada con flores de olores penetrantes y servida con los alimentos y bebidas que aquellos gustaban cuando vivos.
Cuando niño, recuerdo que creía firmemente que mis abuelos difuntos llegaban a la mesa que ponía mi abuela, repleta de comida, fruta, golosinas y postres.
Era tal mi fe que podía jurar que las tazas de café servidas por la mañana, estaban medio llenas al caer la tarde como resultado de que mi abuelos, o más bien sus espíritus, efectivamente habían bebido de ellas.
Desde luego que también me gustaba salir con mis amigos, disfrazados todos, a pedir la “calaverita”, entonando a la entrada de las tiendas que había en las cercanías de la casa de mi abuela, alguna copla propia de la ocasión para luego recibir en recompensa algunos dulces o algunas monedas.
Ahora en las zonas urbanas es realmente difícil encontrar a los niños pidiendo la calaverita, debido a las condiciones de inseguridad y codicia de las personas. Lo que es más, de forma harto preocupante en la ciudades la celebración anglosajona del Halloween ha ganado mayor popularidad entre los niños y jóvenes, que de por sí viven una crisis de identidad sin precedentes.
Mañana escribiré acerca de las diferencias culturales y religiosas existentes entre las celebraciones del Halloween, Todos los santos y el Día de muertos, pues se trata de diferencias bien interesantes, que en el fondo comparten la tendencia hacia el sincretismo.
Por lo pronto iré a comprar una calaverita de chocolate.
1 comentario:
Bueno es cierto, aunque podria decirte que aquí en mi Estado, las tradiciones del Dia de Muertos estan todavia muy presentes. Durango tiene un paseo por el panteon en la noche, es interesante porque tenemos a nuestro escultor fantastico de tumbas, el Señor Montoya, el cual dejo un arte funerario digno de admirarse...
Respecto a la melancolia que pudiera generarse en mí, también la tengo porque era delicioso entrar a casa después de una mañana terriblemente aburrida en la escuela, abrir la puera y oler el delicioso olor a copal. Ver a mi abuela con los preparativos del altar de muertos y saber que mi abuelo era tremendamente alcoholico porque todos los años le ponian sus litritos de tequila.
Así que creó que todos tenemos la misma melancolia de los viejos tiempos, ahora solo nos resta ir enseñandole a nuestros hijos las tradiciones mexicanas.
Yo también quiero mi calaverita de chocolate pero tambien una de jamoncillo que en el centro de mi ciudad venden y estan deliciosas.
Sigo en contacto y esperando que me salude .... jajajaja !
Publicar un comentario