Tiene que ser la edad. Los veintipocos años que cumplí hace unos días comienzan a causar estragos: me he vuelto un chico influenciable.
Sí. Es terrible, lo sé. Pero no puedo hacer nada para cambiarlo… bueno, sí podría, pero no quiero. Eso es lo más grave.
Pero recapitulemos mi vida en un par de líneas para que sea más o menos claro lo que quiero decir en este texto.
Hasta hace poco yo era un chico coherente. Todo razón, lucidez y sensatez.
Pensaba que si se podía preguntar “por qué esto, por qué lo otro”, esto o lo otro, necesariamente debía de tener una explicación. Si la pregunta era correcta, la respuesta tenía que ser verdadera.
Estaba convencido de que los valores universales (amor, felicidad, justicia, equidad), sólo existían como conceptos, o apenas excepcional y brevemente, en la experiencia personal; lo cual entonces los sustraía de su condición universal para volverlos percepciones subjetivas.
Era distante, arrogante (bueno, creo que eso todavía lo soy), mamón (creo que esto también), fatuo (y esto), pretensioso (y esto otro), altivo, anti materia que no da la talla (whatever it means, para saberlo necesitaría preguntárselo a quienes me lo dijeron, pero la verdad no me interesa) y soberbio. En pocas palabras, era un pequeño Mersault al que podían condenar a muerte por no llorar con los finales felices de las pelis románticas o las telenovelas de Televisa.
Sin embargo, desde algunas semanas he notado que mi yo que antes era, he dejado de serlo, para devenir en otro yo que todavía no termina de caerme bien. Me explico.
Hace unos días, de camino a casa, mientras esperaba el cambio en la luz del semáforo, vi a una pareja de ancianos que cruzaban la calle tomados de la mano, y me conmovió pensar en lo afortunados que fueron como para soportarse mutuamente todo ese tiempo.
Luego, otro día, mientras había anuncios publicitarios en el noticiario radiofónico que acostumbraba por las mañanas, cambié de estación al 90.9, que es la estación de la ¡Universidad Iberoamericana! o sea, jelou. Pero el problema no fue ése. El problema es que desde entonces sintonizo esa mendiga estación y me río de las babosadas que dicen los locutores, unos niños pijos, igual de pijos que todos los niños pijos de la Ibero.
Más luego, en la Facultad ¡ya escucho a mis alumnos! Y lo más grave es que pienso que dicen cosas sensatas, no les dejo leer tanto como antes, y el examen que les apliqué contiene preguntas súper fáciles.
No obstante lo preocupante que resulta todo lo anterior, lo que de plano me aterra es que desde hace un par de días he traído atorada en la memoria una canción de ¡Ximena Sariñana! una chica chic que piensa que piensa, y además, piensa que canta.
La cancioncita se llama “Vidas paralelas” y aunque tiene una letra pésima, pues tienes unos arreglos bonitos…
Sí. Es terrible, lo sé. Pero no puedo hacer nada para cambiarlo… bueno, sí podría, pero no quiero. Eso es lo más grave.
Pero recapitulemos mi vida en un par de líneas para que sea más o menos claro lo que quiero decir en este texto.
Hasta hace poco yo era un chico coherente. Todo razón, lucidez y sensatez.
Pensaba que si se podía preguntar “por qué esto, por qué lo otro”, esto o lo otro, necesariamente debía de tener una explicación. Si la pregunta era correcta, la respuesta tenía que ser verdadera.
Estaba convencido de que los valores universales (amor, felicidad, justicia, equidad), sólo existían como conceptos, o apenas excepcional y brevemente, en la experiencia personal; lo cual entonces los sustraía de su condición universal para volverlos percepciones subjetivas.
Era distante, arrogante (bueno, creo que eso todavía lo soy), mamón (creo que esto también), fatuo (y esto), pretensioso (y esto otro), altivo, anti materia que no da la talla (whatever it means, para saberlo necesitaría preguntárselo a quienes me lo dijeron, pero la verdad no me interesa) y soberbio. En pocas palabras, era un pequeño Mersault al que podían condenar a muerte por no llorar con los finales felices de las pelis románticas o las telenovelas de Televisa.
Sin embargo, desde algunas semanas he notado que mi yo que antes era, he dejado de serlo, para devenir en otro yo que todavía no termina de caerme bien. Me explico.
Hace unos días, de camino a casa, mientras esperaba el cambio en la luz del semáforo, vi a una pareja de ancianos que cruzaban la calle tomados de la mano, y me conmovió pensar en lo afortunados que fueron como para soportarse mutuamente todo ese tiempo.
Luego, otro día, mientras había anuncios publicitarios en el noticiario radiofónico que acostumbraba por las mañanas, cambié de estación al 90.9, que es la estación de la ¡Universidad Iberoamericana! o sea, jelou. Pero el problema no fue ése. El problema es que desde entonces sintonizo esa mendiga estación y me río de las babosadas que dicen los locutores, unos niños pijos, igual de pijos que todos los niños pijos de la Ibero.
Más luego, en la Facultad ¡ya escucho a mis alumnos! Y lo más grave es que pienso que dicen cosas sensatas, no les dejo leer tanto como antes, y el examen que les apliqué contiene preguntas súper fáciles.
No obstante lo preocupante que resulta todo lo anterior, lo que de plano me aterra es que desde hace un par de días he traído atorada en la memoria una canción de ¡Ximena Sariñana! una chica chic que piensa que piensa, y además, piensa que canta.
La cancioncita se llama “Vidas paralelas” y aunque tiene una letra pésima, pues tienes unos arreglos bonitos…
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No puede ser.
Quienes han seguido regularmente las estupideces que se han publicado en este blog, sabrán cuál es el vulgarismo que suelo emplear para expresar mi disgusto, sorpresa y angustia. Sí, así es, me refiero al muy sentido:
¡CHALE!