Cuando todo mundo pensaba que ya nada más podría contaminar el milagrosamente respirable aire de la Ciudad de México y sus alrededores, ahora resulta que pulula por todos lados el virus de la gripe porcina que ya también comienza a ser conocido como el mexican flu.
Y sí, también cuando todo mundo pensaba que en una ciudad como ésta en la que a millones de personas nos tocó el infortunio de vivir, ya nada podría resultar sorpresivo, después de la matanza de Tlatelolco, el terremoto de 1985, el chupacabras y el pejebloqueo de la avenida Reforma, resulta que un invisible pero furtivo virus nos ha colocado al borde la histeria.
Apenas el día jueves por la noche la vida transcurría dentro de los razonables límites de la angustia existencial causada por la crisis económica, que con todo y los anuncios optimistas de los actores de Televisa, y los todavía más ridículos y manipuladores de Coca Cola, con todo y la historia del viejito centenario que visita a un recién nacido incluida, ha calado hondo en el estado de ánimo de las personas; apenas ése día, pues, nuestra vida aun era normal.
Muchos empleábamos las últimas horas de ése jueves mirando la televisión, cuando repentinamente salió a cuadro el descuadrado secretario de Salud, para anunciarnos que había fallado en su chamba siendo totalmente incapaz, con toda la estructura burocrática y operativa de esa dependencia, de prevenir el brote de una epidemia causada por una extraña mutación del virus de la influenza.
Millones de personas a lo largo del país, pero particularmente a lo largo, que no es mucho, pero es algo, de la Ciudad de México, escuchamos impertérritos que se había confirmado la muerte de 16 personas por causas directamente relacionadas con ése virus. Y todavía más sorprendidos escuchamos que como medidas precautorias tendríamos que evitar lugares concurridos, no saludar de mano o de beso, no tocar pasamanos, personas con síntomas de gripe y en general a todo el mundo.
Lo peor sobrevino cuando se anunció la suspensión de clases en todos los niveles del sistema educativo.
Qué bien por los estudiantes, porque evitarían salir de casa y exponerse a los riesgos de una epidemia que se antojaba bastante atroz por el cuadro patológico descrito brevemente. Pero, ¿y el resto de los comunes mortales que tendríamos que ir a trabajar a la de a fuerza, qué?
Pues nada, que nos tuvimos que chingar a salir a la calle con temor, suspicacia y recelo de cualquiera que caminara adelante, al lado o detrás nosotros.
Para mi mala suerte de hipocondríaco desprevenido, no tenía al alcance un cubrebocas, con todo y que la noche del jueves, mientras el secretario de Salud describía los síntomas de la gripe porcina, yo sentía que los tenía todos y ya me encontraba agonizante escribiendo mi testamento.
Así, el viernes por la mañana tuve que salir de casa tan sólo con la encomienda a toda la corte celestial para que no me tocara en el trayecto ningún griposo porcinoso que representara un riesgo de contagio andante.
Y bueno, está de más decir que ésa mañana eché mucho de menos haber vendido mi cochi y tener que viajar en el popular, democrático y muy riesgoso metro, pero de todos modos lo digo: extrañé no tener coche.
Atención terroristas aficionados y profesionales: si hay un lugar que puede ser propicio para propagar un virus mortal y contagioso, ése lugar es sin duda el metro de la Ciudad de México: un espacio cerrado, súper concurrido y dotado de pasamanos atiborrados de un sinnúmero de bacterias de diferentes procedencias.
Todo mundo se miraba con sospecha y hasta un leve bostezo era causa de una mirada represiva dentro de ése gusano naranja en el que ahora sí, puede pasar de todo: desde intentos de magreo perpetrados por hombres disfrazados de mujeres, hasta tianguis culturales, baños sauna y, ahora, contagios masivos de virus potencialmente mortíferos.
El sábado me tocó tener que salir de la ciudad junto con mi madre, que pasó por mí en su coche y, obvio, me puso a manejar. Nuestro destino era Veracruz, y si de por sí a quienes vivimos en el DF no nos quieren en los estados del interior de la república por gandayas y mala leche, pues ahora nos quieren aún mucho menos. Así que en esta ocasión fuimos víctimas de una discriminación aún más acentuada tan sólo por el origen de las placas de circulación del auto de mi mamá, que ya ni siquiera vive en la ciudad.
Para ése día por lo menos en los estados de Hidalgo, Puebla y Veracruz aún no había una alarma generalizada, pero para el domingo por la tarde la situación comenzó a adquirir tintes de psicosis colectiva.
La ciudad era un completo desierto. El metro estaba semivacío y quienes viajábamos en él nos mirábamos con recelo y suspicacia.
El lunes fue el acabóse. Justo en el momento en que el secretario de Salud actualizaba las cifras de casos sospechosos y confirmados de swine flu, la Ciudad de México fue sacudida por un sismo de 5.8 grados en la escala de Ritcher.
A esa hora, las 11:46 de la mañana yo me encontraba trabajando en el piso 18 de una torre compuesta por un total de 19. Si de por sí los comentarios del día eran acerca del temor que se percibía con la situación de emergencia sanitaria, la sacudida de un sismo que provocó que mi silla neumática provista con ruedas se moviera un par de centímetros, fue la cereza en el pastel de neurosis, angustia y ansiedad que ya se había cocinado en todo el Distrito Federal y algunos estados de la república.
Los comentarios de los blogs y los foros de discusión de los principales diarios del país rayaban en la histeria y el humor negro. Hubo alguien que escribió al estilo Homero Simpson: “Jehvus, nada más mándanos otra señal para confirmar que no nos quieres”; o aquel otro que escribió: “¿qué sigue ahora, la erupción del Popocatepetl?” en alusión al volcán que se encuentra a unos kilómetros del Distrito Federal, yendo hacia el oriente, en dirección al estado de Puebla.
Hubo incluso el chiste local, que ya publiqué en este espacio: ¿qué le dijo el DF a la influenza? ¡mira cómo tiemblo!
La situación no daba para menos, o para más, según se quiera ver.
Ya para el martes era generalizado el uso de cubrebocas en las calles y lugares públicos, y las indicaciones de prevención en las oficinas y lugares de trabajo eran muy claras y obligatorias.
En mi caso, la indicación fue usar cubrebocas todo el día, lavarnos constamente las manos y desinfectarlas con alcohol en gel, limpiar el lugar de trabajo y emplear bolsas para desechar en forma aislada los pañuelos y cubrebocas empleados durante la jornada laboral.
Ya por la tarde comenzaron a circular las primeras teorías de la conspiración, fundadas en nuestra muy mexicana desconfianza en la información pública y en el recelo a todo lo que los demás hacen bien, sólo por el hecho de que lo hacen ellos y no nosotros.
Que si fue un ataque bioterrorista, que si fue un complot urdido por el G 20 durante su reunión en Londres, que si el Opus Dei y sus malignos planes de dominar el mundo, que si eran miles de muertos e infectados desde diciembre de 2008 mantenidos ocultos por el gobierno.
Ésos rumores combinados con el pésimo manejo de la información dado por las principales televisoras del país, provocó que gente sana comenzara a sugestionarse y a enfermarse de hipocondría. En lo personal debo reconocer que el único síntoma de la swine flu que me ha aquejado es el cansancio crónico, pero eso ha sido incluso desde antes de que el virus mutara de la forma en que lo explicó Dereck, un niño de cinco años: “un adulto se enfermó de gripa, se la contagió a otro adulto y éste se la contagió a un puerco”.
La situación, para el día miércoles, se complicó un poco debido a la desafortunada medida tomada por el gobierno del Distrito Federal, de cerrar los establecimientos comerciales como los restaurantes, que sólo podrían servir comida para llevar, lo que provocó que personas como yo, que comemos fuera de nuestros lugares de trabajo, tuviéramos que hacer filas afuera de sitios como Burger King o Vips, para poder comprar comida. Ésa imagen sí fue deprimente. Fue como estar en un campo de refugiados esperando a recibir la ración diaria. Pero fuera de eso, la vida siguió su curso.
Esto, para quienes eventualmente llegasen a leerme desde otro país del orbe, es lo que ha sucedido en la vida cotidiana México, desde mi muy particular y subjetivo testimonio.
No hay, como podría suponerse a partir de las fotografías publicadas por diarios como El País, El Mercurio, Le Monde o Il Corriere della Sera, una situación de crisis social.
Cierto, ha disminuido sensiblemente la actividad económica, laboral, cultural y turística; pero créanme, la vida sigue.
Y sí, también cuando todo mundo pensaba que en una ciudad como ésta en la que a millones de personas nos tocó el infortunio de vivir, ya nada podría resultar sorpresivo, después de la matanza de Tlatelolco, el terremoto de 1985, el chupacabras y el pejebloqueo de la avenida Reforma, resulta que un invisible pero furtivo virus nos ha colocado al borde la histeria.
Apenas el día jueves por la noche la vida transcurría dentro de los razonables límites de la angustia existencial causada por la crisis económica, que con todo y los anuncios optimistas de los actores de Televisa, y los todavía más ridículos y manipuladores de Coca Cola, con todo y la historia del viejito centenario que visita a un recién nacido incluida, ha calado hondo en el estado de ánimo de las personas; apenas ése día, pues, nuestra vida aun era normal.
Muchos empleábamos las últimas horas de ése jueves mirando la televisión, cuando repentinamente salió a cuadro el descuadrado secretario de Salud, para anunciarnos que había fallado en su chamba siendo totalmente incapaz, con toda la estructura burocrática y operativa de esa dependencia, de prevenir el brote de una epidemia causada por una extraña mutación del virus de la influenza.
Millones de personas a lo largo del país, pero particularmente a lo largo, que no es mucho, pero es algo, de la Ciudad de México, escuchamos impertérritos que se había confirmado la muerte de 16 personas por causas directamente relacionadas con ése virus. Y todavía más sorprendidos escuchamos que como medidas precautorias tendríamos que evitar lugares concurridos, no saludar de mano o de beso, no tocar pasamanos, personas con síntomas de gripe y en general a todo el mundo.
Lo peor sobrevino cuando se anunció la suspensión de clases en todos los niveles del sistema educativo.
Qué bien por los estudiantes, porque evitarían salir de casa y exponerse a los riesgos de una epidemia que se antojaba bastante atroz por el cuadro patológico descrito brevemente. Pero, ¿y el resto de los comunes mortales que tendríamos que ir a trabajar a la de a fuerza, qué?
Pues nada, que nos tuvimos que chingar a salir a la calle con temor, suspicacia y recelo de cualquiera que caminara adelante, al lado o detrás nosotros.
Para mi mala suerte de hipocondríaco desprevenido, no tenía al alcance un cubrebocas, con todo y que la noche del jueves, mientras el secretario de Salud describía los síntomas de la gripe porcina, yo sentía que los tenía todos y ya me encontraba agonizante escribiendo mi testamento.
Así, el viernes por la mañana tuve que salir de casa tan sólo con la encomienda a toda la corte celestial para que no me tocara en el trayecto ningún griposo porcinoso que representara un riesgo de contagio andante.
Y bueno, está de más decir que ésa mañana eché mucho de menos haber vendido mi cochi y tener que viajar en el popular, democrático y muy riesgoso metro, pero de todos modos lo digo: extrañé no tener coche.
Atención terroristas aficionados y profesionales: si hay un lugar que puede ser propicio para propagar un virus mortal y contagioso, ése lugar es sin duda el metro de la Ciudad de México: un espacio cerrado, súper concurrido y dotado de pasamanos atiborrados de un sinnúmero de bacterias de diferentes procedencias.
Todo mundo se miraba con sospecha y hasta un leve bostezo era causa de una mirada represiva dentro de ése gusano naranja en el que ahora sí, puede pasar de todo: desde intentos de magreo perpetrados por hombres disfrazados de mujeres, hasta tianguis culturales, baños sauna y, ahora, contagios masivos de virus potencialmente mortíferos.
El sábado me tocó tener que salir de la ciudad junto con mi madre, que pasó por mí en su coche y, obvio, me puso a manejar. Nuestro destino era Veracruz, y si de por sí a quienes vivimos en el DF no nos quieren en los estados del interior de la república por gandayas y mala leche, pues ahora nos quieren aún mucho menos. Así que en esta ocasión fuimos víctimas de una discriminación aún más acentuada tan sólo por el origen de las placas de circulación del auto de mi mamá, que ya ni siquiera vive en la ciudad.
Para ése día por lo menos en los estados de Hidalgo, Puebla y Veracruz aún no había una alarma generalizada, pero para el domingo por la tarde la situación comenzó a adquirir tintes de psicosis colectiva.
La ciudad era un completo desierto. El metro estaba semivacío y quienes viajábamos en él nos mirábamos con recelo y suspicacia.
El lunes fue el acabóse. Justo en el momento en que el secretario de Salud actualizaba las cifras de casos sospechosos y confirmados de swine flu, la Ciudad de México fue sacudida por un sismo de 5.8 grados en la escala de Ritcher.
A esa hora, las 11:46 de la mañana yo me encontraba trabajando en el piso 18 de una torre compuesta por un total de 19. Si de por sí los comentarios del día eran acerca del temor que se percibía con la situación de emergencia sanitaria, la sacudida de un sismo que provocó que mi silla neumática provista con ruedas se moviera un par de centímetros, fue la cereza en el pastel de neurosis, angustia y ansiedad que ya se había cocinado en todo el Distrito Federal y algunos estados de la república.
Los comentarios de los blogs y los foros de discusión de los principales diarios del país rayaban en la histeria y el humor negro. Hubo alguien que escribió al estilo Homero Simpson: “Jehvus, nada más mándanos otra señal para confirmar que no nos quieres”; o aquel otro que escribió: “¿qué sigue ahora, la erupción del Popocatepetl?” en alusión al volcán que se encuentra a unos kilómetros del Distrito Federal, yendo hacia el oriente, en dirección al estado de Puebla.
Hubo incluso el chiste local, que ya publiqué en este espacio: ¿qué le dijo el DF a la influenza? ¡mira cómo tiemblo!
La situación no daba para menos, o para más, según se quiera ver.
Ya para el martes era generalizado el uso de cubrebocas en las calles y lugares públicos, y las indicaciones de prevención en las oficinas y lugares de trabajo eran muy claras y obligatorias.
En mi caso, la indicación fue usar cubrebocas todo el día, lavarnos constamente las manos y desinfectarlas con alcohol en gel, limpiar el lugar de trabajo y emplear bolsas para desechar en forma aislada los pañuelos y cubrebocas empleados durante la jornada laboral.
Ya por la tarde comenzaron a circular las primeras teorías de la conspiración, fundadas en nuestra muy mexicana desconfianza en la información pública y en el recelo a todo lo que los demás hacen bien, sólo por el hecho de que lo hacen ellos y no nosotros.
Que si fue un ataque bioterrorista, que si fue un complot urdido por el G 20 durante su reunión en Londres, que si el Opus Dei y sus malignos planes de dominar el mundo, que si eran miles de muertos e infectados desde diciembre de 2008 mantenidos ocultos por el gobierno.
Ésos rumores combinados con el pésimo manejo de la información dado por las principales televisoras del país, provocó que gente sana comenzara a sugestionarse y a enfermarse de hipocondría. En lo personal debo reconocer que el único síntoma de la swine flu que me ha aquejado es el cansancio crónico, pero eso ha sido incluso desde antes de que el virus mutara de la forma en que lo explicó Dereck, un niño de cinco años: “un adulto se enfermó de gripa, se la contagió a otro adulto y éste se la contagió a un puerco”.
La situación, para el día miércoles, se complicó un poco debido a la desafortunada medida tomada por el gobierno del Distrito Federal, de cerrar los establecimientos comerciales como los restaurantes, que sólo podrían servir comida para llevar, lo que provocó que personas como yo, que comemos fuera de nuestros lugares de trabajo, tuviéramos que hacer filas afuera de sitios como Burger King o Vips, para poder comprar comida. Ésa imagen sí fue deprimente. Fue como estar en un campo de refugiados esperando a recibir la ración diaria. Pero fuera de eso, la vida siguió su curso.
Esto, para quienes eventualmente llegasen a leerme desde otro país del orbe, es lo que ha sucedido en la vida cotidiana México, desde mi muy particular y subjetivo testimonio.
No hay, como podría suponerse a partir de las fotografías publicadas por diarios como El País, El Mercurio, Le Monde o Il Corriere della Sera, una situación de crisis social.
Cierto, ha disminuido sensiblemente la actividad económica, laboral, cultural y turística; pero créanme, la vida sigue.
1 comentario:
ta wueno...
ya estamos de regreso a la voragine habitual.
con cubrebocas pero en el mainstream.
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