12 ene 2007

Amor, muerte y nacimiento

La ventaja de ser uno mismo el autor de sus propios sinsentidos consiste en la plena libertad de autoplagiarse cuando mejor convenga, que es generalmente cuando sentado frente a la compu con la intención de escribir algo nuevo para publicar, las méndigas ideas se niegan a salir.

Algo similar a lo anterior es lo que me ha apurado a autoplagiarme un texto que escribí hace algún tiempo. Con todo, el ejercicio es interesante, pues en los comentarios y ensayos que escribimos se deja una parte de nosotros mismos, de lo que sentíamos o pensábamos en determinado momento.

La ventaja al respecto, es que esa especie de fotografía del espíritu logra permanecer viva en tanto esos caracteres abigarrados bajo los que tomó forma, no desaparezcan súbitamente o por accidente, pulsando la tecla "suprimir".

Leer un texto propio después de un tiempo considerable puede generar reacciones interesantes. Algunas son de bochorno ante la puerilidad (o de plano pendejismo) contenida en el texto; y algunas más son de orgullo y arrogancia debidos a la lucidez de las ideas transformadas en prosa.

Cuando yo realizo ese ejercicio, como es el caso con el texto que sigue, generalmente mi reacción toma forma bajo una pregunta harto modesta: ¿por qué escribo tan buenos ensayos? Y en tratar de responderla me llevo el resto del día de forma infructosa. Supongo que debe ser un don, que simplemente se tiene, o no se tiene; y yo soy afortunado.

En fin, sin más lances de falsa modestia, les dejo a mis amables lectores (y fans) este texto que divaga acerca del amor y otras perversidades.

Gracias por sus comentarios, pero sobretodo, gracias por leerme.

Amor, muerte y nacimiento

En 1994 Umberto Eco, que junto con Milán Kundera lo considero un gran maestro en el difícil arte de la ironía y el sarcasmo, publicó L’isola del giorno prima (La isla del día de antes, para aquellos legos que no hablan ni entienden el italiano). Ahí aparece Roberto de la Grive, un joven piamontés que en el curso de volverse espía del Cardenal Mazarino -a la sazón cabeza del gobierno francés y mentor político junto con el Cardenal Richeliu del joven Luis XIV- con la encomienda de descubrir el Punto Fijo, se enrola en el ejercito de su provincia italiana que lucha a lado de los franceses contra la dominación española.

Como es de suponerse debido a la época histórica (e histérica) en la que está ambientada la historia, el lenguaje de los personajes es barroco y complejo. No obstante quisiera transcribir aquí la carta que el joven Roberto escribe a una rústica de la villa italiana de Casal, porque en esa epístola se condensa con mucha claridad la emotividad y la elegancia un tanto intricada que la literatura barroca dejó como legado no sólo a la poesía moderna, sino también a los posteriores movimientos románticos. Además de que, mucho de lo que se dice en esa carta, coincide con lo que se siente hacia el sujeto o la sujeta de nuestro amor, pero que debido a la limitación cultural o la incapacidad para traducir esos sentimientos en palabras hiladas coherentemente, no es posible expresar con tanta vehemencia.

Asimismo se puede leer entre líneas el estilo socarrón que utiliza el propio Eco para burlarse de la ridiculez de un amor fugaz condenado al escarnio, pues de eso se trata precisamente el amor de Roberto de la Grive hacia Anna Maria Novarese, una villana a la que vio por casualidad solamente un par de veces tras la ventana de un taller de costura, creyendo a partir de ese momento estar profundamente enamorado de ella.

Sin más preámbulo dejo este espacio para las palabras de Roberto de la Grive. Palabras quizá en exceso ridículas, pero palabras de amor al fin y al cabo, y por tanto palabras con poder para trascender. Aunque luego se diga que son simple y vulgar retórica, como esa que vomitan por las plazas los filibusteros, siendo que, por fuerza, las palabras de amor como el amor mismo son en si mismos ridículos.

“Señora: en la admirable arquitectura del Universo, estaba ya escrito desde el natal día de la Creación que yo os habría encontrado y amado. Mas desde la primera línea de esta carta siento que mi alma tanto rebosa que habrá abandonado mis labios y mi pluma antes que haya acabado.

Quizá vuestras gracias os dan derecho a permanecer lejana cual a Dioses se conviene. ¿Mas desconocéis acaso la favorable acogida que a nuestros sahumerios e inciensos ellos deparan? No rechacéis pues mi adoración, que si vos poseéis en sumo grado esplendor y belleza, haríais de mí un ser impío impidiéndome adorar en vuestra persona dos entre los mayores atributos divinos

Perdonad Señora el furor de un desesperado, o mejor, no os deis pena: no hase oído jamás que los soberanos hubieren de rendir cuentas de la muerte de sus esclavos. Soy contento de recibirla; porque no podéisme hacer mayores mercedes, que mi fin sea causado por vuestra hermosura y si os dignáredes de odiarme, aqueso me dirá que no os era yo indiferente. Así la muerte, con la que creéis castigarme, me será causa de gozo. Sí, la muerte. Si amor es entender que dos almas fueron creadas para ser unidas, cuando advierte la una que la otra no siente, no le cumple en el mundo ya más vivir muriendo; y partiéndose mi alma, de mi cuerpo vivo aún por poco.

[…]

Habéis dejado en mi corazón, al abandonarlo, a una insolente, que es vuestra imagen, y que anda jactándose de tener sobre mí poder de vida y muerte. Y vos os habéis alejado de mí cual soberano se aleja del lugar del suplicio, no sea importunado por las solicitudes de gracia. Si mi alma y mi amor se componen de dos puros suspiros, cuando yo muera, conjuraré a la Agonía para que sea el de mi amor el que me abandone por último, y habré realizado, como postrero regalo, milagro del que deberíais estar orgullosa, que al menos por un instante seréis suspirada por un cuerpo ya muerto”.

La carta contiene todavía dos párrafos más, pero quise detenerme en éste pasaje que hace alusión al momento trágico inherente al amor: la muerte.

La muerte, como se sabe, tiene una connotación de finitud, de conclusión de un proceso que hasta antes de ese momento había sido continuo y sistemático.

La muerte por amor da cuenta precisamente de un amor oblativo, un amor total como aquella charitas paulina que todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta, incluyendo la propia muerte que, al enfrentarla, la trasciende -como dicta el canon teológico- para nacer a una nueva vida que es eterna.

De hecho debemos al cristianismo y particularmente a la enseñanza de Pablo de Tarso, la idea de la necesidad de la muerte como requisito indispensable para nacer a una nueva vida (si el grano de trigo no muere, sólo queda, pero si muere habrá de producir en abundancia).

Sin embargo, con Agustín de Hipona el nacimiento a una vida nueva no está necesariamente ligado a la muerte debido a que por el amor al mundo, el sacrificio oblativo de Cristo bastó para renovar la posibilidad de nacer sin antes morir: charitas anima mundi est. Se nacía, pues, a una vida nueva mediante la conversión a los dogmas cristianos.

Hannah Arendt, la gran pensadora de origen judío nacida en Alemania, retoma el planteamiento de Agustín pero ahora desde una perspectiva secular que quisiera compartir con mis dos lectores trasnochados, porque en ella ofrece, a propósito de la muerte por amor (en sentido figurado, claro está), una visión optimista para afrontar la vida después de ése fin, terminación o rompimiento de una relación amorosa, que genera la sensación de una muerte en vida.

Arendt complementa la idea paulina del morir para volver a nacer, con la idea agustiniana del nacimiento como inicio. El recién nacido es alguien llegado de ninguna parte provisto con la capacidad para iniciar algo nuevo, para escribir una nueva historia y cambiar el rumbo de los acontecimientos.

Así, si hemos muerto por causa del amor, el mismo amor nos da la posibilidad de volver a nacer y por tanto la oportunidad de iniciar algo nuevo, una nueva historia.

Si todos entendiésemos este argumento, no habría razón para seguir lamentándonos en el oscuro valle de los muertos y, por el contrario, estaríamos jubilosos de volver a nacer al mundo con la conciencia de que nuestro nacimiento constituye la posibilidad de iniciar nuevamente.

Después de todo, no fue fortuito que en algún pasaje de los evangelios canónicos Cristo Jesús dijera algo así como “dejad que los muertos entierren a sus muertos”.

2 comentarios:

Diana del Sur dijo...

Hola
Es la primera vez que te leo y creo que tu pregunta nada modesta tiene razón de ser. Escribes buenos ensayos, no cabe duda y este en particular toca temas que me fascinan. Éxitos para tu recién estrenado blog. Como diría mi querida hermana Blanca Lilith: "Ponga las nachas, muchacho, pa'darle yo la primera patada, el primer empujón, pa'que salga volando y ya no pare de hacerlo".
Éxitos y nunca pares de escribir, lo haces de maravilla.
Un buena año para ti;

Diana

MAEL dijo...

Por fin!!!!!!!!!!!después de 10 intentos
Bueno así es algunas veces el cerebro se encuentra un tanto vacío de palabras aunque lleno de deseos.

La carta es bastante evocadora!

yo tengo una duda respecto a ese modo de escribir: así hablaban realmente?
hombre que difícil, para poder entender este tipo de textos tengo la manía de hacerlo en voz alta e incluso tratar de imitar el tono que imagino usaban, me doy risa cuando lo hago pero resulta un tanto romántico y evocador!
auque para ser sincera me gusta más leer la simplicidad que hay en los sentimientos sinceros de quien me ama.

son tristes los amores imposibles, pero más bien creo que aunque tengamos la obstinación de llamarlos amor no son más que ilusiones, utopías y bueno yo siempre lo he dicho: que bonito es soñar "aunque a veces se sufre en el sueño, siempre queda el consuelo de que fué solo eso... un sueño"

saludos
bye.

pd. no use el dedo indíce,
para eso existen los klinex!!!!